José María Álvarez Posada, Celso Amieva.
OPINIÓN
Son instantes previos a la gran tragedia que se estaba cociendo, movimientos preparatorios de la “Solución Final”, y Celso Amieva no olvidará los nombres, apellidos e incluso detalles de las desdichadas circunstancias de unos cuantos apátridas hebreos, que van apareciendo en su barracón como personajes secundarios, a los que clasifica y aplica adjetivos con precisión. Según nos cuenta, a partir de la invasión de la URSS por la Wehrmacht, Argèles y los demás campos se irían llenando de extranjeros, judíos en su mayor parte, que residían en Francia: médicos, ingenieros, profesores, industriales, músicos, escritores…
En Barcarés
coincidirá con Isaac Pochter, un judío ruso que formaba parte de la delegación
cinematográfica de la Unión Soviética en París, con el que ya había estado en
Argelès y de quien se había hecho muy amigo. La relación con los reclusos
judíos era inevitable y enriquecedora. Allí estaban el dentista Donath, el abogado
Leonhard Holz, el técnico industrial Robert Grün, el actor Benno Feldman, el
tendero Schloss, el cantante Schulmann, el comerciante de sombreros Benyacar y
los viajantes Tibor Jaeger, Berdichevski, Kahn y Nebenzahl, quienes, en cierta
ocasión, llegaron a compartir con Celso Amieva latas de conservas y botellas de
buenos vinos, conseguidas gracias a Pau Casals.
Dormía en la
“barraca de enchufados” junto a un grupo de judíos en el que figuraban el anciano
polaco Lewinsky (a la sazón, jefe y guardián de aquel espacio), el sefardí de
Salónica David Tampoh (silencioso y atento siempre a todas las conversaciones, lo
que al principio hizo temer a sus compañeros que fuera un chivato de los
guardianes), el “fanático” sionista, también polaco, Abraham Golomb y el
“frívolo embustero” húngaro Geza Weisz.
En
Arles-sur-Tech se apearán el ruso Israel Pen y otros doscientos judíos más,
cargados de maletas y procedentes del campo de Rivesaltes, al frente de los
cuales iba un tal Rozmarine, con aspecto de galán de cine. Y en Ille-sur-Têt y
en Bram, entre periódicas redadas de la Gestapo, Celso Amieva entra en contacto
con un joven rabino holandés apellidado Fink, que le explicará la influencia de
los salmos hebreos en los cantos espirituales negros y en el jazz. “¿Crees
casual el hecho de que en Norteamérica, antes y después de Gershwin, los más
famosos compositores de esa música llamada negra sean judíos?”, le dijo una
noche, al término del sabbat.
Con todos esos
mimbres del universo concentracionario, el poeta llanisco compondría una
crónica del desarraigo muy personal, llena de anhelos de fraternidad y crudamente
ilustrativa de lo que estaba pasando en aquella Europa pisoteada por los
totalitarismos.
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