lunes, 19 de julio de 2021

CELSO AMIEVA: JUDÍOS Y CAMPOS DE CONCENTRACIÓN EN FRANCIA

 

José María Álvarez Posada, Celso Amieva.



OPINIÓN            

                                                   

Judíos en la obra de Celso Amieva


Pormenores de un testimonio sobre los campos de internamiento franceses en los años 1939-1944 



HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

La minuciosa aproximación de Eugen Kogon a la sociología de los campos de exterminio nazis (acaso el estudio más exhaustivo que se ha publicado hasta ahora sobre la escenografía del Holocausto) puede encontrar un adecuado complemento en el testimonio de Celso Amieva sobre su experiencia en los campos de concentración franceses, vivida entre 1939 y 1944. En el relato autobiográfico “Asturianos en el destierro”, Argèles, Barcarés, Perpiñán y Bram son telones de fondo ante los que discurren y se entrecruzan las vidas de los republicanos españoles internados allí y las de un puñado de judíos de toda Europa. “Allá adelante, rumor de mar. Allá atrás, rumor de pinos. En torno nuestro, rumor de colmena humana”, apunta Celso Amieva en la descripción de la puesta en escena.


Son instantes previos a la gran tragedia que se estaba cociendo, movimientos preparatorios de la “Solución Final”, y Celso Amieva no olvidará los nombres, apellidos e incluso detalles de las desdichadas circunstancias de unos cuantos apátridas hebreos, que van apareciendo en su barracón como personajes secundarios, a los que clasifica y aplica adjetivos con precisión. Según nos cuenta, a partir de la invasión de la URSS por la Wehrmacht, Argèles y los demás campos se irían llenando de extranjeros, judíos en su mayor parte, que residían en Francia: médicos, ingenieros, profesores, industriales, músicos, escritores…

En Barcarés coincidirá con Isaac Pochter, un judío ruso que formaba parte de la delegación cinematográfica de la Unión Soviética en París, con el que ya había estado en Argelès y de quien se había hecho muy amigo. La relación con los reclusos judíos era inevitable y enriquecedora. Allí estaban el dentista Donath, el abogado Leonhard Holz, el técnico industrial Robert Grün, el actor Benno Feldman, el tendero Schloss, el cantante Schulmann, el comerciante de sombreros Benyacar y los viajantes Tibor Jaeger, Berdichevski, Kahn y Nebenzahl, quienes, en cierta ocasión, llegaron a compartir con Celso Amieva latas de conservas y botellas de buenos vinos, conseguidas gracias a Pau Casals.

Dormía en la “barraca de enchufados” junto a un grupo de judíos en el que figuraban el anciano polaco Lewinsky (a la sazón, jefe y guardián de aquel espacio), el sefardí de Salónica David Tampoh (silencioso y atento siempre a todas las conversaciones, lo que al principio hizo temer a sus compañeros que fuera un chivato de los guardianes), el “fanático” sionista, también polaco, Abraham Golomb y el “frívolo embustero” húngaro Geza Weisz.

En Arles-sur-Tech se apearán el ruso Israel Pen y otros doscientos judíos más, cargados de maletas y procedentes del campo de Rivesaltes, al frente de los cuales iba un tal Rozmarine, con aspecto de galán de cine. Y en Ille-sur-Têt y en Bram, entre periódicas redadas de la Gestapo, Celso Amieva entra en contacto con un joven rabino holandés apellidado Fink, que le explicará la influencia de los salmos hebreos en los cantos espirituales negros y en el jazz. “¿Crees casual el hecho de que en Norteamérica, antes y después de Gershwin, los más famosos compositores de esa música llamada negra sean judíos?”, le dijo una noche, al término del sabbat.

Con todos esos mimbres del universo concentracionario, el poeta llanisco compondría una crónica del desarraigo muy personal, llena de anhelos de fraternidad y crudamente ilustrativa de lo que estaba pasando en aquella Europa pisoteada por los totalitarismos. 


(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el sábado 29 de junio de 2019). 



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