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lunes, 17 de agosto de 2020

LLANISCOS EN NUEVA YORK


El sastre Aurelio Ruisánchez, en 1915. (Archivo de H. del Río). 

OPINIÓN                                                               

NYC



HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

Aurelio Ruisánchez Sánchez (Pría, 1885-Llanes 1967) había emigrado a Cuba de muy joven, apenas cumplidos los dieciséis años. En La Habana trabajó como dependiente en los almacenes “El Encanto”, donde también estaban empleados para la misma función Pepín Fernández y Ramón Areces (fundadores, después, de Galería Preciados y El Corte Inglés, respectivamente). Fiel estereotipo del hombre que se hace a sí mismo, tan del gusto americano y hollywoodiense, sacaba tiempo del propio tiempo y estudiaba inglés con los Jesuitas en clases nocturnas. Luego se estableció por cuenta propia en Sagua la Grande, y en 1920, él y su hermano Ramón (que trabajaba entonces en una exclusiva camisería en la Gran Manzana, propiedad de la familia judía Kayzer) se convertirían en los primeros y únicos alumnos llaniscos de la Mitchell Academy de Nueva York, donde obtuvieron el título de cortadores, tras realizar dos cursos de dos meses cada uno. 

Eso era ya mucho bagaje -era casi tanto como doctorarse en Harvard- y en 1934, Aurelio decidió regresar y abrir en Llanes una tienda de confección que mantuvo abierta su hijo Julio hasta hace dos años junto al café Pinín. Era el primer llanisco que se había hecho sastre en Nueva York y dejaba tras de sí la Gran Depresión del 29, los combates de Jack Dempsey y una curiosa multa que le pusieron por quitarse la chaqueta en plena Quinta Avenida (un afrenta imperdonable al cándido puritanismo yanqui de la época).
Años después, el pintor Antonio Peláez (Llanes, 1921-México 1994) decidió sumergirse por un tiempo en New York City por una buena razón: estar cerca de la inalcanzable Greta Garbo. Se instaló en un piso de la Primera Avenida y tuvo también, aunque en otro sentido, mucha tela que cortar. Apuró Peláez noches de glamour y farándula (llegaría a cenar en casa del escritor Truman Capote y a codearse con celebridades), mientras se concretaba en su obra el tránsito a la abstracción. Octavio Paz, que fue su amigo, escribió en 1973 que la pintura de Peláez “es la venganza del niño que ha tenido que pasar horas y horas de cara a la pared. El muro del castigo se volvió cuadro y el cuadro se volvió espacio interior: lugar de revelación no del mundo que nos rodea sino de los mundos que llevamos dentro”.

El que no había estado nunca en la ciudad de los rascacielos fue Pepín Alvar Iñarra (1932-2005), lo que no quita para que su destino y su ejemplo compartan algo del sueño americano y cosmopolita de Ruisánchez y de Peláez. Si hay hoy en Llanes un monumento a Nueva York digno de destacarse ése es, desde luego, la cafetería Madison. Abierto por Pepín en 1964 en la calle Pidal, ese establecimiento hostelero lleva casi medio siglo familiarizándonos con la estética de la gran metrópoli neoyorquina. Era el camarero más profesional y exquisito que había dado Llanes desde la época de Rosalía “la Chanrusca” (una célebre pobladora de la posguerra llanisca), y el nuevo negocio significaba para Pepín la emancipación,  tras diecisiete años de trabajo (1946-1963) en el bar del Muelle. Tanto el Madison como las pinturas de Peláez eran y son espacios interiores y lugares de revelación de los mundos que llevaban dentro sus creadores. Nada tenía que envidiar Pepín Alvar a los “barmen” que salen en los musicales de Gene Kelly: hacía “gin-fish”, “manhattan”, “margaritas” y “vermouths” levemente salpicados de angostura, y agitaba la coctelera como si le sonara en los oídos la música de Gershwin. Lo que nadie sabía era que la idea de bautizar la cafetería de aquel modo significaba, simplemente, el homenaje a su padre, Ricardo Alvar Noriega, que en los años 20 había sido conserje del mítico Madison Square Garden en NYC.

(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el martes 12 de febrero de 2008). 

miércoles, 14 de febrero de 2018

ANTONIO PELÁEZ, PINTOR: ENTRE GRETA GARBO Y MARÍA CHINCHÍN



MUSAS ESQUIVAS


Por Higinio del Río


Cuenta Luis Felipe Vega Sordo que el pintor Antonio Peláez (Llanes, 1921- México, 1994), estaba prendado platónicamente del rostro de Greta Garbo y que, cuando vivía en Nueva York, el artista seguía al mito por las calles de la Gran Manzana. Eran vecinos. Una vez, ella entró en un sitio a comprar tabaco, y Peláez la esperó a la puerta. Al salir, la actriz sueca se detuvo ante él y le espetó gélidamente su desprecio desde detrás de sus gafas de sol: “Me tienes harta… ¡Déjame en paz de una vez!”. 
Luis Felipe (familiarmente “Pipe”, Llanes, 1939), gestiona estas confidencias con el distanciamiento de quien no presume de nada, ni siquiera de la información privilegiada que posee. Pertenece a un mundo de indianos cultos y cosmopolitas y ha moldeado su biografía en las dos orillas del océano. Cumplió los cinco años de edad a bordo del “Marqués de Comillas”, rumbo a México con su familia, en plena II Guerra Mundial. En aquella época, un buque con bandera de España, tan vinculada a la Alemania nazi, era motivo de desconfianza, de ahí que el barco fuese interceptado por un navío de la Armada inglesa, que lo desvió a Trinidad. Los pasajeros recibieron la orden de subir a cubierta, pero a Pipe, que estaba acatarrado, y a su madre les dejaron permanecer en el camarote, con un marinero negro y vestido de blanco como ángel guardián (el primer hombre de color que veía el crío en su vida).
Hay episodios de la historia local y poesía manuscrita en la genealogía de Pipe, hijo de Antonio Vega Escandón y nieto del médico José María Vega Guerra y de Inés Escandón Lamadrid (de la familia del palacio de Vidiago). Un tío abuelo suyo, Manuel Lamadrid, formó parte en México del círculo del emperador Maximiliano de Austria y llevaría a José Zorrilla como invitado a su mansión de Vidiago, donde el poeta y dramaturgo escribió “El bufón de Vidiago”. Uno de sus siete tíos paternos, Tomás, abogado, fue alcalde accidental de Llanes en tres etapas de la Segunda República: 1931, 1933 y 1936. Al padre de Pipe, graduado en Cirugía y Odontología, lo detuvo una patulea de milicianos al estallar la Guerra Civil, y la criada que tenían se presentó en casa con su novio -un pescador anarquista- en el momento de la detención y robó todo lo que quiso y más. Antonio Vega Escandón sería movilizado, dada la necesidad de médicos en el frente, y tras un ataque aéreo, pudo escabullirse y esconderse en una cueva. Cuando vio pasar desde allí a las tropas de Franco, salió a unirse a ellas, pero al llevar puesto el uniforme republicano le metieron, sin más, en un campo de concentración.
En el México de los años 40-50, su esposa, María Teresa Sordo Castañares, mexicana de nacimiento, con raíces en Purón e hija de Tomás Sordo Díaz (un indiano conocido como “el rey de la sal”), vestía a sus hijos como señoritos: bombachos de pana y medias de rombos, que era el colmo de los colmos. “¡Guardapedos!”, les llamaban sus compañeros de colegio. Pipe estudiaría ingeniería industrial en el Instituto Tecnológico de Monterrey y entraría en la IBM. Destinado en Nueva York, un día, se encontró en el ascensor con Antonio Peláez, que residía en el mismo edificio mientras preparaba una exposición. Allí se enteró Pipe de la pasión estética de su amigo por Greta Garbo, lo que inmediatamente le trajo a la memoria la antigua imagen de otra musa, digamos también que inaccesible, que se había cruzado en el camino del pintor: María Chinchín, que atendía el bar más famoso de Llanes, minúsculo edén de paredes renegridas, de porrones y quesos de Peñamellera, refugio de pescadores y tunos, bohemios y viajantes. En la cúspide de su gloria, Peláez seguía siendo cliente del chigre, y se ofreció a poner allí su arte. “Me gustaría pintarle un bonito mural”, dijo a la tabernera. María, sufrida, enjuta y enlutada, le miró como se mira una travesura, y esquivó la oferta mientras pasaba la bayeta por la barra: “¿Embadurname las mis paredes? ¡Quita p’allá, chachu!”

(Artículo "Musas esquivas", de Higinio del Río Pérez, publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA, 4 de diciembre, 2012)

Greta Garbo (Greta Lovisa Gustafsson, 1905-1990),
en su época de esplendor.

Autorretrato de Antonio Peláez, 1965.
(Óleo sobre tela, 140 x 120 cm.).

María Chinchín en los años 50.
Dibujo de José Antonio Sáez Sotres.