Pepín, entre Colo, a la izquierda, y el difunto Luis, el de Poo. |
OPINIÓN
Jubilación que no rompe cadenas
El ex chigrero Pepín Sánchez Inclán sigue soñando con La Gloria
HIGINIO DEL RÍO PÉREZ
Estamos ante un caso extremo de entrega incondicional al trabajo. José Sánchez Inclán (Boquerizo, Ribadedeva, 1938) lo heredó, probablemente de sus padres, Ángel y Margarita, dos ejemplos de honradez y laboriosidad. El padre había emigrado en 1920 a Cuba, donde ya estaba abriéndose camino un hermano suyo, Alfredo, y en Sagua la Grande abrió un café, el “Canadá”, en la misma calle en la que habían instalado sus respectivos negocios dos llaniscos: Aurelio Ruisanchez (sastrería y tienda de ropa) y Joaquín Sordo (zapatería “La Sirena”). Cerca de ellos vivía y trabajaba también la familia Campanal, de Avilés, de la que saldrían buenos jugadores de fútbol.
Ángel y Margarita, que se conocieron a bordo de un transatlántico que hacía la línea de La Habana, regresarían junto a Alfredo en 1931, como consecuencia de la crisis del 29. En Boquerizo, tierra natal de los dos hermanos, compraron un terreno y construyeron una casa, cuya planta baja dedicaron a comercio. En 1953, la familia Sanchez Inclán vendió aquello y cogió en traspaso el Bar “La Gloria”, junto a la estación ferroviaria de Llanes.
En ese escenario creció Pepín, que saldría a sus padres, pero de una manera superlativa. Pese a llevar casi una década jubilado, no consigue quitarse de la cabeza el relato de los cincuenta y dos años que pasó detrás de la barra de “La Gloria”. No son pesadillas lo que tiene, sino sueños inoportunos y reincidentes como moscas cojoneras, que le asaltan y le dejan sudoroso y agotado. Los sueños de Pepín exigen esfuerzo. Son como de pico y pala. Le impiden liberarse de las cadenas del trabajo, que le están maniatando desde su época de rapaz.
- “El otru día, ¡pasé una noche, Genín…!”, me dice, moviendo la cabeza a un lado y otro. “Tuve un sueñu de esos que ya sabes. El comedor llenu. Entro en la cocina y le digo a Isa (Isabel, su mujer) que nada, que no me veo capaz de poder con todo. No sé cómo nos vamos a arreglar. Salgo entonces con la sopera, pero no llego. Imposible. Y yo, un apuru… Al fondu había una mesa de mejicanos, y unu de ellos no paraba de hacerme señas con el brazu. Me acerco, y les digo que me tienen que perdonar y que en seguida los atiendo”.
Los sueños de Pepín son cinemascópicos y se atienen a guiones sin fisuras. Están llenos de detalles y personajes, como una película de Vittorio De Sica, y reflejan un clímax angustioso.
“Así que, con todo lo que puedo, me acerco a los mejicanos a tomar la comanda” (continúa Pepín) “y unu de ellos, el que me hacía señas cada pocu, me dice: ¡pero, chingao, qué pasa, que nos tiene usted aquí retenidos!”
Cuando se despierta, Pepín descansa, respira y normaliza el pulso, pero a esos frenéticos sueños no tardan en suceder otros, y otros más, cíclicamente.
Es una máquina de soñar, aunque siempre sobre lo mismo. Sus experiencias oníricas revuelven virtualidades, recuerdos y temores, grabados a fuego en algún estrato de su conciencia. Apaga la luz, se rinde en brazos de Morfeo y al instante le empiezan a salir imágenes, secuencias y diálogos. “El otru día soñé que venía el de “Martín Sánchez” (la bodega de Cabezón de la Sal que vende por aquí vinos al por mayor) con una pila de facturas, y me dice: es una millonada el pufu que tenéis sin pagar, Pepín… Y empiezo a cabilar: ¡Madre mía! ¡Quién se lo dice a Isa ahora! … Hasta que me desperté, hiju del alma. ¡Menuda noche pasé!”
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