Ernst Tugendhat, en 2015. (Foto: Bernd Weissbrod, "BERLINER ZEITUNG") |
La
filosofía cambia de aires
Aunque ya no quede vivo casi
ninguno de ellos, deberían conservar todo su magnetismo aquellos sabios que, en
circunstancias extremadamente adversas, supieron reinterpretar las miserias y
las excelencias de Occidente. Me refiero a los pensadores judeo-alemanes que
fueron perseguidos en los años 30 y 40 y tuvieron que salir de su patria. Como
Ernst Bloch, que en su juventud perteneció al círculo de Max Weber y luego
cifró la esperanza de un «marxismo cálido»; inmigrante en Nueva York en 1933,
regresaría con su esposa Karola en 1945 a la República Democrática
Alemana (y en 1961 se trasladaría a Tubinga, en la República Federal ,
asqueado por la construcción del Muro de Berlín); Bloch murió en 1977, y Karola,
que sería una de las hadas madrinas del movimiento estudiantil del 68, en 1994.
Como Werner Marx (1910-1994), sucesor de Heidegger y de Husserl en la cátedra
de Filosofía de la Universidad de Friburgo desde 1964 (emigró a EE UU en 1933 y
volvió a Heidelberg en 1958). Como Karl Löwith (autor del ameno libro de
filosofía y de historia «Mi vida en Alemania antes y después de 1933»),
estudioso de la fenomenología, que volvió de Estados Unidos en 1952 para
hacerse cargo de la cátedra de Filosofía de Heidelberg. Como Günther Anders
(Günther Stern, 1902-1992), también alumno de Husserl y de Heidegger en Friburgo y primer
marido de Hannah Arendt; en América tuvo que ganarse el pan de muchas maneras,
y una de ellas fue ocupándose de la guardarropía de unos estudios
cinematográficos de Hollywood (retornó en 1950 y se instaló en la vida
académica de Viena). Como Hans Mayer, catedrático emérito de la Universidad de
Tubinga y vinculado en sus años mozos a Walter Benjamin; profesor en Leipzig y
Hannover, germanista y crítico literario, se tuvo que exiliar en Suiza. Como
Hannah Arendt, que no quiso volver de su exilio americano más que para
pronunciar algunas conferencias y cuya relación sentimental con Heidegger, la
lumbrera aria que se plegó a las pautas del nacionalsocialismo, aún sigue
siendo objeto de ensayos. Como, por supuesto, las figuras más representativas
de la Escuela de Fráncfort, Adorno, Horkheimer y Marcuse.
Y como Ernst Tugendhat (aunque éste sea un caso algo
distinto, por la diferencia de edad), que huyó de crío con su familia en 1938,
a raíz de producirse el pogromo de «la noche de los cristales rotos» (tenía
entonces 8 años), y vivió en Suiza y Venezuela hasta su regreso a Alemania en
1949.
Más que filosofar sobre la filosofía, el empeño de
todos ellos ha sido filosofar sobre el mundo, sobre las heridas del tiempo y de
la Europa que les tocó sufrir, pero Tugendhat (que se hizo filósofo tras su
retorno) acaba de formular un diagnóstico audaz que rompe un esquema vigente
desde hace más de dos siglos. Ha dicho que la hegemonía alemana en la filosofía
ha llegado a su final, que la bibliografía alemana ya no es tenida en cuenta
por los anglosajones, que el liderazgo está en los USA -donde funcionan mejores
universidades, con grupos de estudio más pequeños y más profesores y «una mayor
disposición a la discusión»-, y que los filósofos jóvenes que quieran hacer
carrera tendrán que viajar a Estados Unidos y escribir en inglés para lograr
algún reconocimiento. «Los mejores comentarios sobre Kant», constata Tugendhat,
«son de americanos, británicos, canadienses o australianos, pero no de
alemanes»... Paradojas de la «era Bush».
(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA de Oviedo, 2 de abril 2005)
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