Dibujo de Mihaly Zichy. |
CRÓNICA MÁS BIEN VERDE
El palique que se estaba tejiendo, a media voz, en un rincón de la barra del bar “La Gloria” era de alto voltaje. Tenía -parecióme- casi tanto picante como las calenturientas cabecitas de Almudena Grandes y de Pedro Almodóvar. Era como la punta del iceberg del “Decamerón” llanisco, que aún está sin escribir. “Esto suena a tradición oral de la buena”, supuse. No había ropa tendida (Pepín Sánchez Inclán, el ejemplar chigrero, estaba atrapado en la hora punta de las comidas), y agucé el oído para captar el runrún que llegaba desde el corner:
- “Muchu me gusta una rapaza de un club de alterne. Mulatina. Veintipocos años” -oí que confesaba un caballero, en tono confidencial-. “Pero yo creo que me está tomando por el pitu del serenu. Conmigo, se desahoga. El otru día empezó a contame penas y no paraba, la probe: que si su familia, allá en Brasil, está pasándolas de a kilo; que si viven en una chabola como chinches; que si cada hermana tien una recua de hijos de por Dios; que si los sobrinos se dedican a golfiar y a atracar a los turistas… Allí me tenías a mí en calzoncillos, como un pendejo, sentáu al borde del catre y mirando el reloj, temiendo que el encargau empezará a tocanos el timbre, por no decir otra cosa. Así que tuve que cortala en secu: ‘Todo eso está muy bien, pero vete quitándote las bragas, que se nos está pasando la media hora’, la diji”.
La demoledora confidencia no trascendió más allá de mi privilegiada posición en la barra. Sin solución de continuidad, en aquel corrillo empezó a aportar su testimonio un segundo interviniente. Era alguien que había vivido en tierras mexicanas unos cuantos años y que parecía pertrechado de una apañada experiencia en ultramar. “Ahora que saca esti eso os contaré yo que en México coincidí con un mozu de Los Callejos, altu y rocosu como el Palu Poo. Llevaba tres meses por allá, empleau en el negociu de un tíu suyu, trabajando muy duru, y al patrón le pareció llegáu el momentu de que el gachupín soltara lastre y espabilara un pocu”. El tertuliano en el uso de la palabra refirió, con la precisión descriptiva de una página de “Cien años de soledad”, cómo el joven de Los Callejos fue llevado de fiesta a una acreditada casa de lenocinio. “ ‘Escoge la que quieras’, le dijo el tíu, y él se relamió viendo aquel panorama de lencería. Eligió a una indina que parecía como de porcelana y ambos entraron en una recámara. El chingao” -continuaba el narrador- “empezó a cabalgar encima de ella, que apenas podía asomar el jocicu debaju de aquella mole. El mozu sudaba como un topineru y la arengaba: ‘¡Muévete, rechula mía!’ Y el traca-traca del somier se extendía por toda la casa. ‘¡Muévete, coño!’”, insistía el galán, cada vez más sofocau. ‘¡Que te muevas, puñetas, que pareces mensa!’ Hasta que la moza le respondió en un resuellu: ‘¡Si qui-e-res que me mue-va, bá-ja-te, ca-brón!’
- “¿Y qué me decís de aquel famosu cobrador de Mento? ¿Os acordáis de él?” -saltó otro a meter baza- “Era terrible. Buena gente. Ruinucu, pero gallu. Muy gallu. Una vez, en Carreña, quedó en vese con una chavala que estaba sirviendo allí. La línea no salía hasta después de comer y al paisanu le dio tiempu a echar una firma. Cuando se bajó los calzones y dejó al descubiertu la artillería, la muchacha se asustó: ‘¡Mecá! ¡No me diga que me va usté a meter todo eso…!’ Pero él acertó a tranquilizala con el temple de Humphrey Bogart: ‘¡Qué va, hija mía! Lo que entra es na más que la puntina; el restu es sólu pa empujar’ ”.
El relato continuó un cuarto de hora, mientras Pepín seguía enfrascado en lo suyo y yo anotaba estas inocuas revelaciones en una servilleta de papel, antes de que se me olvidaran.
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