jueves, 29 de octubre de 2020

LLANES, AÑOS 30: LA LANCHA DE LOS HERMANOS ALVAR


"La Milagrosa", capeando el temporal (1934)


HIGINIO DEL RÍO PÉREZ


Vemos en la imagen, en plena acción, a “La Milagrosa”, de los hermanos Alvar, en una foto hecha a principios de 1934 por Pepe García Arco (el sobrino del gran Cándido García) o por Francisco Rozas Ramírez (el barbero y fotógrafo). Eran tiempos de incertidumbre y de graves turbulencias sociales y políticas. Las obras de prolongación del espigón de la Barra, dirigidas por el ingeniero José María Aguirre, iban muy despacio, y en el Ayuntamiento no estaban nada contentos con el trabajo del contratista, el gijonés Antonio Sánchez, apodado “el Criminal”, quien tendría un misterioso y trágico final en plena Guerra Civil, como he revelado en mi crónica “Muertes oscuras”, publicada en El Oriente de Asturias el 12 de noviembre de 1999. 


Posiblemente, Ricardo Alvar Noriega y su hermano José, naturales de Pontevedra, habían venido a Llanes en la última década del siglo XIX para trabajar en el trazado del ferrocarril. Ricardo emigró luego a los Estados Unidos de Norteamérica, unos años antes de la Gran Depresión. Recaló en la ciudad de Nueva York, donde en seguida encontró trabajo en el organigrama de ordenanzas del nuevo Madison Square Garden, una colosal instalación deportiva, cubierta y de usos múltiples, construida en su tercera versión en pleno Manhattan e inaugurada en enero de 1925.

El sueño americano a Ricardo no duraría mucho. Se le rompió cuatro años después, cuando la economía mundial se colapsó por efecto del brutal desplome de la Bolsa, y decidió volver. (En 1963, su hijo, Pepe Alvar Iñarra, bautizaría con el sugerente y cosmopolita nombre de "Madison" la cafetería que puso en marcha en la calle Pidal).

De vuelta a Llanes, Ricardo se casó con una mozuca del Valle del Pas, Manuela Iñarra Losey, y, en sociedad con su hermano José (al que llamaban “Alvarón” por lo alto y fuerte que era) compraron una lancha de pesca de considerable eslora: “La Milagrosa”.  

En la Guerra Civil, Ricardo Alvar Noriega sería detenido por un comité local del Frente Popular, debido a su adscripción derechista. Estuvo preso y le mandaron a la zona de Villamanín (León), para realizar tareas de fortificación. Murió de tuberculosis antes de que acabara la contienda.

En los años sucesivos, sería su hermano el que se ocuparía por completo de la gestión de la lancha.  

“La Milagrosa” estaba patroneada por Pitito (Martín Batalla Bustillo), popular marinero casado con Isabel Rodríguez Pérez, sobrina de Pedro Pérez Villa (Pedro “el Sordu”), con doce o trece hombres a bordo. De aquélla (hablamos de la década de los 30), atracaban en el muelle llanisco otras dos lanchas muy similares a ella: “Don Tomás”, de la que era patrón un hermano de Pitito, Ricardo Batalla Bustillo, “Manzano”, y “Perpetuo Socorro”, de Fabián San Román, patroneada por el hijo del armador, Lucas San Román Purón (cuya esposa sería la inolvidable Lina, que abriría un comercio en la calle Mayor, esquina a Manuel Cue, dos décadas después). Las tres embarcaciones llevaban un motor “Yeregui”, fabricado en Zumaya, que andaba como la seda.  


LOS PELÁEZ-FARELL: UNA HISTORIA ENTRE MÉXICO Y ESPAÑA

Aspecto actual de la casa de la familia Peláez en Llanes. (Foto: H. del Río)


LOS DISCRETOS VERANEOS EN LLANES DE UNA FAMILIA MEXICANA

Por Higinio del Río

El restaurante “Retrogusto”, al inicio de la Avenida de México, tiene para nosotros muchas evocaciones. Nos acordamos, por ejemplo, de cuando lo regentó con otro nombre Niti Colsa, que lo llenó de música y canciones.
Detrás de ese establecimiento hostelero hay una casa que pasa un poco desapercibida a los ojos de los forasteros, pero que en los llaniscos despierta recuerdos muy gratos.
Ese edificio, de principios del siglo XX, luce una vistosa galería al Este y una palmera indiana testimonial.
En los años 50 y 60, era propiedad de Francisco Peláez Vega (México, 1911-Madrid, 1977), hermano mayor del gran pintor Antonio Peláez, artista muy reconocido internacionalmente, fallecido en 1994. Vecinos y amigos de Octavio Paz y de Elena Garro en México, estaban instalados en la élite cultural mexicana. Eran hijos de José Peláez, de Vibaño, fundador del negocio de ultramarinos Casa Peláez, especializado en productos españoles, ubicado en la calle Mesones del D. F., que había emigrado en los primeros momentos de la revolución zapatista.
Francisco fue un notable escritor de literatura fantástica. Desde 1943, firmaba sus novelas con el nombre de Francisco Tario. Siempre elegante en el vestir y buen deportista, había sido el guardameta de dos equipos mexicanos de fútbol (el “Asturias” y el “España”). En cada partido se ponía una gorra al estilo británico y un suéter distinto. También fue muy aficionado a los toros (le unió la amistad con Manolete, con el que jugó al frontón varias veces). Vivió con su familia en Acapulco (en una casa de la Avenida Tropical), ciudad en la que era copropietario de dos salas cinematográficas: “Rojo” y “Río”. Su esposa, una mujer bellísima, era Carmen Farell Cubillas (fallecida en 1967). Formaban una pareja inseparable. Tenían dos hijos: Sergio y Julio Francisco. Viajaban por toda Europa. En 1960 decidieron fijar su residencia en Madrid: primero, en el Hotel Emperatriz, y luego en un piso en la calle Lagasca.
Los recuerdo, siendo yo un crío, ir en verano a comprar a La Pilarica, la tienda de mi madre en la calle Mayor. Iban al Sablón. Sergio y Julio participaban en los teatros del bando de San Roque, en el Cinemar. Era una familia discreta, amable y distinguida, que disfrutaba de aquellos veraneos en Llanes. Un Llanes, entonces, de verdadero ensueño.
En la tienda, de la que eran asiduos clientes, el hijo pequeño nos llamaba a mi hermano Juan Pedro y a mí “Jaimitos” y bromeaba con nosotros. Le recuerdo con un aspecto nórdico: melena, barba y bigote rubios. Nacido en 1945, había empezado a pintar y dibujar a los seis años y habría de convertirse en un famoso pintor. Su nombre artístico es Julio Farell. Tiene obra en el Museo de Arte Contemporáneo del Alto Aragón (Huesca) y en el de Bellas Artes de Granada, entre otros museos. En México expone en sitios de prestigio, como el Polyforum Siqueiros.
En 1979, el llanisco José Luis Buergo, editor y director de la revista CRITICA DE ARTE, dedicó la portada de la publicación a un cuadro de Julio Farell.

(Publicado en la web LLANES, COSAS DE LLANES el día 17 de octubre de 2020).

El escritor Francisco Tario (Francisco Peláez Vega).

Francisco Tario, en la galería de su casa en Llanes.

El artista plástico Julio Farell.

Pintura de Julio Farell que apareció en la portada de la revista CRÍTICA DE ARTE en junio de 1979.

Retrato a lápiz de Francisco Tario, hecho por su hermano, Antonio Peláez, en 1951.

Retrato de Sergio Peláez, por Antonio Peláez (lápiz sobre papel, 1950).

Retrato de Julio Peláez Farell, por Antonio López (lápiz sobre papel, 1950).

lunes, 12 de octubre de 2020

UN RELATO DE LORENZO LAVIADES SOBRE LOS PESCADORES VASCOS QUE VENÍAN A LLANES

 
“El Sablín”. Óleo de Juan Martínez Abades (1862-1920)


La cena a bordo


LORENZO LAVIADES

Tras la costera de la anchoa, que era para nosotros alegre, pintoresca y llena de emociones, llegaba la del bonito, ya muy adelantado el verano. Y entonces volvían de nuevo los vizcaínos a invadir el puerto y las calles de la villa con su “chauchau”.

Eran estas nobles gentes para los que nos pasábamos la vida correteando por el puerto y las orillas del mar como los marineros arquetipos a los cuales debíamos imitar, aun sabiendo que cuando alcanzáramos la edad de la juventud nos habríamos de conformar con oficios terrales, artesanos u oficinescos.

Aún me viene un delicioso gusto al paladar recordando la cena que hice con unos pescadores de Ondárroa en un rincón del puerto de mi villa natal.

El “Mari-Begoña” era un vaporcito pesquero que alimentaba su caldera por la acción del agua y el carbón. Componían su tripulación diez y seis hombres y un “cho”, siendo el patrón el más fuerte y fornido de todos, según parecían demostrarlo su buena estatura, sus anchas espaldas y sus puños y bíceps de hierro.

- “¡Eh!” –nos gritaron aquella tarde cuando el barco se hubo aproximado al muelle- “Vosotros coger el cabo y atesar firme, pues”.

Y nosotros, que sabíamos algunas palabras del vascuence y presumíamos de ello como si domináramos el idioma entero, les respondimos:

- “Bai! ¡Bai!”

Recuerdo que éramos cuatro chiquillos, y que tan pronto como el barco atracó y nos lanzaron los cabos por la proa y por la popa, los atrapamos y mantuvimos bien firmes hasta que dos pescadores saltaron a tierra y los ataron a las argollas del muelle.

Este pequeño favor u otro análogo que les hiciéramos, era para nosotros como el pase de favor que nos autorizaba la entrada en el barco, cuya visita principal era siempre la máquina que le hacía caminar. Nos asomábamos entonces a las ventanillas del guardacalor y hablábamos con el maquinista y el fogonero mientras veíamos humear la caldera y bruñir engranajes y cojinetes.

Aquella tarde, después de descargar los bonitos que traían, le dimos por afición al “brus”, ayudándoles a baldear la cubierta sumergiendo los cubos en el agua. Y cuando hubimos concluido la tarea, se lavaron y peinaron los más, imitándoles nosotros. 

EL OLOR DE LA MARMITA

 La hora de ponerse a cenar había llegado. El olor peculiar de la marmita que habían retirado del fuego, y el que despedían las ruedas de bonito que a la parrilla estaban asando, difundía en derredor un aroma tan apetitoso y prometedor, que a nosotros nos parecía que sólo a bordo de una lancha y cocinada por vizcaínos se podía alcanzar tan admirable y sabrosa condimentación.

Les debimos caer tan en gracia a aquellos honrados pescadores, que previos conciliábulos de unos con otros y de todos con el patrón, éste nos dijo de pronto, con sonrisa infantil y mostrándonos una dentadura limpia y sana:

- “Si vosotros tener cuchara, vosotros poder senar con nosotros, pues”.

- “¡Bai! ¡Bai!” –dijimos todos a una bailando casi de alegría.

Y como la marea descendía y el muelle quedaba más alto que la borda de la embarcación, ellos mismos nos montaron sobre sus robustos hombros para ayudarnos a saltar a tierra e ir a buscar las cucharas.

Cuando volvimos ya estaban todos sentados a la redonda en la popa, recibiendo cada uno una enorme rebanada de pan cortada con mucha ponderación por el patrón de la lancha. Una gran tartera colmada con el guiso más apetitoso del mundo humeaba en el centro del corro esperando que cada cual fuera metiendo en ella su cuchara.

Nuestra vuelta fue celebrada con risas y comentarios jocosos, como si quisieran decir que habíamos regresado volando para no perder el banquete. Entonces nos dieron a cada uno la rebanada de pan correspondiente, y, tras dejarnos sitio repartiéndonos entre ellos codo a codo, cesaron las voces y las risas y vimos cómo el patrón, seguido de todos, se quitaba la boina.

- “¿Vosotros querer resar Padre Nuestro con nosotros?” –nos preguntó amorosamente y con timidez.

- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos unánimes.

- “Entonces, cuando yo acabar en mi vascuense vosotros responder en vuestro Castilla”.

El patrón levantó su brazo recio y nervudo y trazó en el aire la señal de la cruz murmurando una afirmación de fe en el Creador. 

“AITA GUREA…”

 Tras hacer esto, se persignó, imitándole todos, y luego, en voz alta y en vascuence, empezó a rezar el Padre Nuestro, siempre pronunciando las zetas como si fueran eses:  

- “Aita gurea zeruetan zagozana…”.

Aquel rezo, devoto y solemne, que nos recordaba de lejos la Cena de Cristo con otros pescadores, fue turbado antes del final con las risas de unos mozalbetes que se hallaban en el muelle mirando con otros curiosos. Pero el rezo no se interrumpió, sino que siguió impertérrito hasta el fin, como si en aquellos momentos se creyesen los pescadores ausentes del mundo.

Luego, cuando la oración concluyó, algunos de ellos se pusieron en pie y sus rostros se demudaron, y no precisamente de miedo, sino de furor e indignación. Antes de que hablara el jefe no salió, sin embargo, de sus gargantas la menor palabra. Hasta en esto daban muestra de una elevadísima educación aquellas gentes humildes.

El patrón apuntó hacia los culpables y dijo, escueto y lapidario:

- “¿Vosotros reir…? Nosotros burras no ser”.

Y la frase parecía sonar más rotunda y más gráfica al decir burras y no burros.

Entonces sí que se rieron todos los que contemplaban la escena, y se vio huir de allí, corridos por la vergüenza o temiendo algo peor, a los desaprensivos interruptores.

Antes de sentarse de nuevo, el patrón invitó a los que seguían de curiosos en el muelle:

- “¿Vosotros gustar? Nosotros no tener más que ofreser, pero estar contentos”.

Y como nadie aceptase su invitación sino con sonrisas de agradecimiento, el rito placentero de la cena comenzó. Nosotros, al igual que los pescadores, inclinábamos el cuerpo hacia delante, metíamos la cuchara en la tartera, la apoyábamos sobre el pan y retrocedíamos de espalda a nuestro sitio. La bota de vino daba vueltas y más vueltas al corro de los comensales, pero nosotros, como no sabíamos beber sin pegar los labios al pitorro, lo hacíamos abriendo mucho la boca mientras el compañero de al lado nos echaba un chorrito en la garganta. ¡Qué delicioso resultaba esto! Algunas veces nos atragantábamos y nos hacía toser, y entonces sí que se armaba un jaleo de risas y comentarios sin fin entre aquellos hombres niños.

- “Vosotros beber mejor sagardua en vaso que chacolí en bota, ¿o qué?”

Aludían a la sidra y al vino, y por seguirles la corriente y porque era la verdad, respondimos:  

- “¡Bai! ¡Bai! Pero chorrito de chacolí, gustar mucho así”.

Tras haber comido la marmita llegaron las suculentas ruedas de bonito, calentitas y apetitosas, bien regadas también con el consabido chorrito de vino en nuestras gargantas.

Y cuando ya concluida la cena se dispuso la tripulación a saltar a tierra para pasear un rato por la villa, de nuevo nos volvieron a elevar sobre sus hombros aquellos recios mocetones a fin de ponernos sobre el muelle.

Todavía, antes de despedirnos, nos dijo uno de ellos:

 - “Si mañana nosotros volver aquí, también volver vosotros a cenar a bordo, ¿o qué?”

- “¡Bai! ¡Bai!” –contestamos todos a la vez.

Y cuando ya nos habíamos separado un buen trecho de ellos, el mismo que nos había hecho la invitación nos gritó desde lejos:

- “¡Eeeh! ¡Pero vosotros traer cuchara!”

- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos nosotros a voz en cuello.

Y un coro grande y regocijado de risas llegó a nuestros oídos envuelto en los comentarios de aquellos hombres fuertes y bravos que parecían tan niños como nosotros.   

Madrid, 1962


(Lorenzo Laviades, 1908-1991, publicó en 1986 su novela "Blas el Pescador", en la que recrea la vida marinera del Llanes de los años 20)