Fotografía de
Pedro Pérez Villa
hecha por
Cándido García
en 1916
GOLPES DE MAR
Por Higinio del Río
Pedro
Pérez Villa era el mayor de ocho hermanos, todos los cuales, menos él, nacieron
en Llanes: Julián, que tocaba el tambor en la Banda de Música, se casaría en Vidiago; Angel, en
Cue; Antonio, en la villa; Pelayo, guardia civil, participó en la Guerra de Cuba y falleció
muy joven al poco tiempo de regresar; y había tres hembras: Blanca, Concha y
Serafina (ésta última, Fina, que vivió y murió en Nueva, estuvo casada en
primeras nupcias con un miembro de la Benemérita; cuando enviudó, se casó con don
Hilario, también viudo, que era jefe de la prisión).
Pedro había nacido en
Ribadesella, pero le trajeron en pañales a Llanes, adonde vino destinado su
padre, un guardia civil colungués. La madre, Concha Villa, también natural de
Colunga, era conocida como “la
Pelaya”. Corría el año 1877 cuando el matrimonio se trasladó
a vivir a la villa llanisca con su hijo. El alcalde de Llanes era Román Romano
Mijares y el cuartel se levantaba junto a unos prados, en el solar que ahora
ocupan las viviendas sociales de los marineros en el Barriu. De “la Pelaya” heredó Pedro la
afición a pescar. En aquella época, en la zona de Colunga y Lastres solían
mariscar las mujeres. Tanto en La
Isla, primero, como en el Faro, Toró y Portiellu, después, “la Pelaya” destacó como
pescadora de roca. Empedernida fumadora, que liaba el tabaco en hojas de maíz,
llevaba con ella a su primogénito, cuando éste tenía diez o doce años, y
siguiendo el ciclo de la vida, Pedro haría lo mismo años después con su hija
mayor, María.
Pedro se casó con Aurora
Bernot en 1906. El banquete de bodas se celebró en el restaurante de la Estación, que acababa de
abrirse al público. El matrimonio se fue a vivir al Barriu Bustillo, a una casa
heredada por ella. Era una casa como de juguete. Aún se conserva en una esquina
de la calle Marqués de Argüelles, junto a un establecimiento de alquiler de
trajes de aldeana. La había construído su suegro, de quien la heredaron. A
medida que nacían sus hijos, Pedro iba agrandando “el nieru” como podía
(levantó un piso e hizo la galería). La “Tía Ángela”, suegra del marineru
Gerardo, el de “La Menta”,
era la partera de Llanes más caracterizada. Todos los hijos que tuvo Aurora los
sacó a la luz la “Tía Ángela”, quien, al cortar el cordón umbilical y coger por
los pies a cada naciatu, siempre daba a la criatura unos suaves azotes en el
culete y cantaba aquéllo de “que soy de La Guía, de la Guía soy...”, como si
estuviera transmitiendo un código vital.
La escalera de madera, en un
hueco increíble, se la hizo su amigo Simón Valderrábano Escandón (San Vicente
de la Barquera,
1882-Llanes, 1974), que fue sin duda uno de los mejores ebanistas llaniscos del
siglo. Enclavada sobre las rocas, por la parte de atrás daba al Riveru, y al
acostar a los críos se oía en ella cada noche con diaria puntualidad la
exhortación que pronunciaba todo quisqui en las viviendas que se asomaban a la
ría: “¡Venga! ¡A mear y pa la cama!”
(El muelle hacia la Tijerina
no se haría hasta los primeros años de la década de los treinta).
PULIENTAS, REMIENDOS Y ROPA TENDIDA
El Barriu era un ámbito de
supervivencia, de pies descalzos, de menú de pulientas, remiendos y ropa
tendida, de casas modestas y gente alegre pese a todo. En la casa de al lado
(en la que hay ahora una pizzería y una peluquería), en la planta baja, vivían
los Camarás -la familia compuesta por Ramón Batalla, su mujer, Esperanza Díaz,
y una prole de veintitantos hijos-; en el primer piso, don Basilio Villanueva,
un ex combatiente en la Guerra
de Cuba y teniente de Carabineros retirado, que dirigía el grupo de los
exploradores llaniscos y vivía con su esposa y su único hijo; y en el segundo,
“las Maestrinas”, que daban clases particulares. Después de que fallecieran don
Basilio y los suyos, ocuparía ese primer piso la familia de María Asueta “la Peca”.
Por el día Pedro trabajaba
en lo suyo, y de noche pescaba. Era de poco dormir. Con tres o cuatro horas se
apañaba. A la luz de la luna, iba andando desde San Antón por toda la costa
hacia el Castru de Ballota, y al llegar a Cue daba un silbido muy fuerte para
avisar a Angel. Juntos sacaban de la mar una abundante cosecha de lubinas,
xáragos y rodaballos que al alba se repartían a partes iguales.
En el paisanaje de Llanes,
ahora tan uniformizado y sin aristas, resulta cada vez más escasa la especie de
“tipos célebres”, gente verdaderamente querida por sus vecinos, a la que
pertenecían tanto Pedro “el Sordu” como su hermano Ángel, albañiles ambos.
Ángel, que tuvo un accidente al caer de un andamio en una casa de la calle
Nueva y quedó inútil de un brazo, tenía buena labia y era dado a soltar
discursos y mítines en la “Puerta del Sol”, en “Casa Angel” y en las fiestas de
San Antonio sobre “la atmósfera que nos
rodea”, acompañado de una inseparable perrina peluda, de nombre “Tora”, a
la que ponía una pipa, las gafas de leer y una boina. Él y su mujer, Blanca,
tuvieron un bar en Cue, donde paraban Pedrito Galguera, Pepete, Miguelete y lo
mejor de cada casa. Simpático como él solo, uno de los días más memorables de su
existencia fue cuando el aviador Catoira le invitó a dar una vuelta en
avioneta. Más contento que unas castañuelas, Ángel tuvo ocasión de vestirse con
el equipo completo de piloto, incluido el paracaídas, para hacer realidad uno
de sus sueños más acariciados. El momento era tan glorioso para él que al
llegar a tierra no quiso cambiarse de ropa.
- “¡Quítateme de aquí, que vienes borrachu y encima vestidu de payaso!”,
le increpó Blanca cuando él se acercó a casa para impresionarla, de la que
bajaron de la Cuesta.
Angel no se encogió por esta falta de comprensión. ¡Menudo
era él! Con la pipa en la boca, la gorra con orejeras, las gafas de vuelo, los
correajes, la cazadora de cuello piel de conejo y todo lo demás, Pelayo se
paseó por la villa. Con aire de héroe de la RAF entró en varios bares e incluso fue vestido
de esta guisa al Benavente, donde echaban una película bélica. En el descanso,
si no le llegan a parar sus amigos, improvisa desde el anfiteatro uno de sus
encendidos mítines. Aquella noche se vieron negros para que se desprendiera de
la ropa militar...
"SOMOS PROBES, PERO TENEMOS BUEN PALADAR"
Pedro “el Sordu” no probaba
el pescado, ni el marisco, y cuando la economía lo permitía, se tiraba a la
carne, que era cosa de ricos. “Somos
probes, pero tenemos buen paladar”, se le oía decir en familia. La mitad de
lo que pescaba se lo quedaban. Lo otro lo vendían sus hijas María y Pilar por
las casas, y los cuartos que sacaban eran para comprar el martes en el mercado
un pollo y una manteca grande, con la que hacían tortillas de manzana. Era muy
lambión. Le gustaba mucho la compota de pera y bailar el pasodoble. Nunca
echaba juramentos.
La mar aún no estaba herida
de muerte como lo está hoy por causa del hombre, y había una gran abundancia de
todo. A “la cabezona”, en la zona de la
Rula, algunas noches iba Pedro con su hija mayor a anguilas,
que sólo se comían en dos casas de la villa: en la de Pedro el Sordu y en la de Alfredo Martín, “el Roxu” del
Juzgado. Por la “Punta del Guruñu”, cogía centollos a esgalla. Una parte los
vendía su hija María, ya cocidos, a la sidrería de La Bombilla (la de Popo),
muy baratos. Pero siempre quedaba alguno para consumo doméstico. A la pesca de
roca llevaban sacos vacíos de los de cemento y yeso, y regresaban con ellos
cargados de andaricas, esquilas grandes, oricios, mundiates, percebes, o lo que
fuera. Una mañana divisaron a “el Sordu” a lo lejos cargado con un gran bulto.
¡Rediez!, dicen los que le ven, ¡parece que trae el cadáver de un ahogado!
Se corre la voz como la polvora. Cuando llega, los no pocos vecinos que le
esperaban expectantes descubren el intrínguilis del misterio: Pedro había
tenido la ocurrencia de quitarse los calzoncillos largos y usarlos como saco
para poder traer la enorme pila de sardas pescadas.
Uno de sus íntimos amigos
era Cándido García, el fotógrafo de Llanes por excelencia, quien le hizo en
1918 la conocida foto en la que se le ve bien plantado, cargado de centollos y
andaricas, con su mostacho rotundo (ver página 25 del V tomo de la colección
“La foto y su historia”). El día que le retrataron, Pedro regaló a Cándido todo
el marisco que llevaba, y la familia del fotógrafo lo saboreó aquella misma
tarde. La fotografía estuvo expuesta varios años a la entrada del estudio que
tenía Cándido en la calle Egidio Gavito (págs. 14 del VI tomo y 6 del VIII tomo
de “La foto y su historia”).
El confitero Francisco
Menéndez Nachón -Pachín el de la “Auseva”- era también uno de sus grandes
amigos. Todos los días a las siete de la mañana, Pachín iba a la casina del
Barriu para dar con él una vuelta por San Antón antes de ponerse a trabajar; y
en invierno, con el mal tiempo, “el Sordu” gustaba de meterse en el obrador de
la confitería y entablar palique mientras ayudaba a pelar y moler almendras.
Frecuentemente se les sumaba Tarrana, el llanisco que más veces aparece
fotografiado en la colección “La foto y su historia”. Tarrana, que era geniudu
y hablaba de un modo inintelible, se ganaba la vida como maletero de la
estación del ferrocarril, y hacía recados para los de la “Auseva”. Quería mucho
al “Sordu”.
En el Café “Zahara”, donde hoy está la oficina del Banco
Herrero, se organizaban durante los años treinta espectáculos dominicales con
vedettes de plumas y lentejuelas. Pedro estaba siempre en primera fila. Más que
imágenes de los hermanos Lumière, lo que le interesaba era “ver pierna” en
vivo, por eso siempre solía preguntar: “¿Son
de carne?” Cuando la respuesta era afirmativa, se frotaba las manos
mientras decía a su esposa: “Aurora, tú
no vengas, que pecas”.
Era también un gran
aficionado a los toros. Con las perras que ahorraba limpiando chimeneas, iba a
Santander el día de Santiago, y a Oviedo por las fiestas de San Mateo.
En la confitería “Auseva”,
abierta en los años veinte con un aire de distinción vienesa, trabajaban dos de
los hijos de “el Sordu”(quien, precisamente, había hecho el horno del nuevo
establecimiento): Juan, que moriría en el Puerto de Tarna durante la Guerra Civil, y
Chicho, que se ahogaría en medio de un temporal sobre el Cantábrico mientras
regresaba a la villa desde Celorio a bordo de una yola fabricada por él mismo y
bautizada con el nombre del “Titanic”, el día de la fiesta del Carmen, en 1934.
Ninguno de los dos cadáveres apareció. Se supone que el de Juan fue enterrado
en una fosa común, mientras que Chicho sería alimento de los peces.
En la maldita guerra, cuando
bombardeaban los aviones nacionales, Pedro y su familia se refugiaban con los
colchones a cuestas en la cuevona de Cue: una gruta profunda, larga y de techos
altos como una catedral, que tiene su boca principal a la entrada del pueblo.
La esposa de Pedro, Aurora, hija de Rufina García Noriega y de Víctor Bernot
-un herrero y albañil, descendiente de una saga de metalúrgicos belgas traídos
durante el reinado de Carlos III a las fundiciones de la Cavada, en Santander-,
había nacido en la villa, como sus padres, y era algo sobrina de Carmen “la Monxa”, la maestra que
enseñó las primeras letras a muchos niños llaniscos en su escuela de la Moría. En el libro de
Manuel García Mijares sobre la historia de Llanes (en la página 523) se cuenta
un hecho asombroso protagonizado por uno de los Bernot, que un día de 1830 se
cayó desde gran altura cuando estaba pintando el techo de la iglesia
parroquial, y milagrosamente no sufrió daño alguno.
Aurora, ya casada, zurcía la
ropa de los marineros, trabajo que la mayoría de las veces quedaba sin pagar,
dada la miseria de aquellos tiempos. De soltera había sentido la vocación de
hacerse monja, y siempre se distinguió por su religiosidad. Cuando venía algún
probe a pedir a casa, le hacía pasar dentro, le invitaba a acomodarse en el
descansillo de la escalera que había hecho Valderrábano y le daba un buen platu
de lo que hubiera. Y si las que picaban a la puerta eran monjas pedigüeñas,
entonces se desvivía con ellas, y les decía: “Ustedes, hermanas, tienen que ser muy felices sirviendo a Dios así...”
Le tiraba la mística y el fragor del apostolado, pero eso no impidió que fuera
una buena esposa y una buena madre.
Del cuidado de la Capilla de San Antón (un
pequeño templo del siglo XVII, que estaba cerca de la “Tijerina”, que concitaba
cada 17 de enero una popular romería, al ritmo de la música del violín de Juan
de Andrín o las pianolas de “el Monosabio” y de Isaac Garavito) se ocupaba la
madre de Manuel Tamés, librero, fotógrafo y periodista (fue director y
propietario de “El Oriente de Asturias”), y Aurora iba de vez en cuando a
fregar los suelos de terrazo rojo. La capilla se convirtió durante la guerra en
un refugio antiaéreo, y fue desmantelada en 1944. Parte del solado se
conservaba bien todavía en los años 70. En aquellos años anteriores a la
conflagración entre hermanos, Manolo Tamés –que tenía su papelería en un
inmueble que ocupaba el sitio sobre el que hoy se levanta al “Hostal
Peñablanca”, y que era muy amigo de componer dichos y veros- solía recitar: “San Antón era francés; San Antón a España
vino; y lo que tiene a los pies San Antón, es un cochino”.
"¡PA CASA, BEATAS!"
Durante los casi catorce
meses de dominio republicano, la comunidad cristiana, se vio privada de la
posibilidad de cumplir con sus deberes religiosos, porque los templos fueron
cerrados al culto. Aparte de las ceremonias privadas y clandestinas, al
principio, durante un tiempo, se oficiaba Misa en “Villa Vicenta” (el palacio
del “Coju la Guía”),
hasta que alguien decidió suprimir de golpe esta libertad. Un día, Aurora y
otras mujeres fueron recibidas irrespetuosamente por una caterva de paisanos de
Llanes ataviados de mono azul y pañuelito rojo. “¡Ala pa casa, beatas, que se acabó lo de ir a Misa!”... Aurora
bajó hasta casa y, dolorida y resignada, comentó el suceso con los suyos. Al
día siguiente, de la que iba hacia el Puente, en las Barqueras (justo en el
lugar que ocupa hoy uno de los dos quioscos de prensa), vio, aparcado como en
una alucinación surrealista de André Breton, la estructura de nogal de uno de
los viejos confesionarios de la iglesia... Y del interior de la caja, como una
psicofonía, salió la voz de Ramón Corces (ex soldado de la Guerra de Cuba, ex guardia
municipal, con negocio de ferretería en la planta baja de la casa del médico
don José Sordo): “¡Mujeres, venid a
salvaros, que yo os doy la absolución!”...
Todos los críos de la villa
se volvían locos por estar con Pedro Pérez Villa. De natural bondad y de
carácter siempre alegre y familiar, muchas noches después de cenar se ponía a bailar
ante sus hijos el Pericote -danza que había prodigado él de joven, por las
fiestas de la Guía,
con las mozas de Cue- o la Purrusalda. Habían arrendado un huertín detrás
del Palacio del “Coju de la Guía”,
donde plantaban patatas y lechugas y guardaban un cordero, que se mataba por la
fiesta de San Pedro. La familia se juntaba allí a merendar alguna vez con sidra
del duernu comprada en el Cuetu a don Ramón Sánchez, a tres pesetas la botella.
Su sordera era consecuencia
de la coz que le dio de pequeño un caballo. Sordo y todo, fue a la mili,
destinado a Bilbao, donde aprendió a bailar la Purrusalda. Leía
el movimiento de los labios cuando se le hablaba, fijándose con unos ojos de
ardilla para enterarse de lo que le decían. La pérdida del sentido auditivo le
jugó alguna mala pasada, pero le sumergió en un mundo de silencio que
determinó, al fin y al cabo, su extraordinaria personalidad y le colocó en
situaciones épicas “marca de la casa”, como éstas:
- Una vez le llevaron al
Hotel Pelayo, en Covadonga, que era de Enrique Victorero, el yerno de Pachín, para pintar la habitación
frigorífica. A la hora de marcharse, alguien avisó a voces que iban a cerrar,
pero él no lo oyó. Cuando ya venían los demás de regreso a la villa se dieron
cuenta de que faltaba Pedro. Volvieron a toda prisa y abrieron la cámara, donde
lo encontraron como un “parru” a punto de congelarse.
- En cierta ocasión, fue a
pescar estando embarazada su esposa. Esperaban el parto para dentro de una o
dos semanas, pero Aurora dio a luz aquella misma noche. Al día siguiente,
cuando regresaba, todo el mundo, menos él, conocía ya la buena noticia. “Enhorabuena, Pedro. ¿Qué fue esta vez: críu
o cría?”, le pregunta uno. El
pensó que le estaban preguntando lo de siempre: que qué había pescado, y respondió:
“Nada que preste, salao. Un triste pulpín
que
en cuanto llegue a casa lu tiro al riveru por la ventana”.
- El diálogo sin retorno que
mantuvo con un vecino tan sordo como él es también de antología: “Pedro, ¿vas a pescar?”, le pregunta. No, qué va. Lo que voy es a pescar,
dice él. ¡Ah, bueno, es que creía que
ibas a pescar”, redondea el otro, y ambos se separan tan contentos...
Esta vida de bonhomía,
laboriosidad, simpatía y autenticidad llanisca se rompería bruscamente en 1948. A pie de obra, y a
los setenta y dos años de edad, Pedro murió un día de agosto mientras cogía
percebes entre Buelna y Pendueles en compañía de su hijo Víctor, la esposa de
éste, Modesta, y un nieto, Enrique, hijo de María. Cuando les trajeron a casa
la noticia de que se había ahogado, su hija Pilar se estaba lavando la cabeza
para ir por la noche a la velada de la Portilla.
“En su penosa faena el afamado pescador fue alcanzado por una fuerte
ola que le lanzó sobre las rocas, sufriendo graves lesiones que le hicieron
perder el conocimiento y caer en el mar -informarían los periódicos-. Víctor se lanzó al agua, pero dada la dura marejada que existía le
fue imposible rescatar el cuerpo de su padre, ya cadáver, para traerlo a la
playa. Su hija política y su nieto comenzaron a pedir auxilio, acudiendo
diversas personas que nada pudieron hacer por el infortunado, que seguía a flor
de agua, sostenido por uno de los brazos de su hijo a fin de que no se
sumergiera. Del puerto de Llanes salió una motora para recoger el cadáver y a
Víctor, que se encontraba extenuado del sobrehumano esfuerzo realizado durante
más de dos horas sosteniendo a su padre. La fatal desgracia ha causado en
Llanes dolorosísima impresión por ser la víctima persona que gozaba de
generales simpatías”.
Pedro Pérez
Villa, Pedro “el Sordu”
Albañil, pintor y pescador
de roca. Uno de los personajes llaniscos más populares.
Nació en Ribadesella en
1876. Murió accidentado mientras pescaba en la costa de Buelna, el día 18 de
agosto de 1948.
Hijo de Pelayo Pérez
Cordera y de Concepción Villa Peruyera, “la Pelaya”.
Se casó en 1906 con Aurora
Bernot García (fallecida en febrero de 1954).
Fue padre de diez hijos: María, la mayor, nacida en 1907,
que tuvo la Mercería
“Enpe”; Pelayo; Lola, que vivió en
Madrid; Juan, que murió en la
guerra; Jesús, Chicho, desaparecido en la mar en 1934; Víctor, albañil emigrado a Bayona
(Francia); Carmen, casada en Cevico de la Torre, provincia de Palencia;
Pilar, la de la tienda de comestibles “La Pilarica”, en la calle
Mayor; y Pedro, pintor, miembro de la legendaria pandilla de Arriarán y se estableció desde muy joven en San Sebastián. Aurora tuvo
además una hija que murió casi recién
nacida (Blanquina).
(“El Oriente de Asturias”, 7 de marzo de
1997)
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