miércoles, 23 de junio de 2021

GUIDO BRUNNER, HANS SPEIDEL Y ERWIN ROMMEL

 

El embajador Guido Brunner


OPINIÓN            

                                                   

Un alemán de Chamberí en Oviedo



HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

Los periodistas quizá no supimos sacar de él todo lo que llevaba dentro. En sus visitas a Oviedo, como miembro del jurado de los Premios Príncipe de Asturias, el embajador alemán Guido Brunner (1930-1997) era una voz cercana, amable, dispuesta a darnos su opinión sobre la construcción europea, la crisis de la economía mundial o el futuro del carbón, pero siempre se nos escapó la visión de la inmensa geografía de referencias históricas que llevaba detrás.

Tuve ocasión de entrevistarle una vez, en septiembre de 1987, por encargo del director de HOJA DEL LUNES de Oviedo, Juan de Lillo, dentro de la serie de entrevistas que hacía yo desde Madrid para la última página del semanario editado por la Asociación de la Prensa. El jefe de Comunicación de la embajada de Alemania, Andreas von Mettenheim, nos dejó a solas en un salón, y Brunner, que había sido ya dos veces jurado de los Premios Príncipe de Asturias (en 1985, del de Comunicación y Humanidades, y en 1986, del de la Concordia), fue respondiendo a mis preguntas sobre los desafíos de la región asturiana en la CEE y la dramática urgencia de renovar o reinventar el tejido industrial. “Se tienen cuadros formados, y esto es un potencial humano de enorme valía. Hacer posible la renovación resulta más fácil cuando se dispone de esos cuadros”, me dijo, quitando hierro al asunto.

Después de aquella entrevista, el embajador formaría parte del jurado de los Premios Príncipe de Asturias (en el apartado de Cooperación Internacional) en cuatro ediciones más.

Nacido en el barrio madrileño de Chamberí, de madre salmantina, aquel hombre sabía lo que es asumir altas responsabilidades: había sido jefe de la delegación alemana en la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación de Helsinki (1973) y comisario de Energía, Ciencia e Investigación de la Comisión Europea (1977-1981). Embajador en España desde 1982, su trayectoria vital discurrió ante un telón de fondo de abrumadora intensidad, entre las heridas de la vieja Europa, todavía sin cicatrizar, y la resurrección de Alemania.

Guido Brunner, cuyo padre pertenecía al servicio diplomático de la República de Weimar, se crió en Madrid y Múnich. Después de la guerra hizo la carrera de Derecho en la villa del Manzanares y amplió estudios en Baviera. En 1958 se casó con Christa Speidel Stahl, hija de Hans Speidel (1897-1984), un soldado de largo recorrido (oficial de las tropas del Káiser en la Primera Guerra Mundial, alto cargo de la Wehrmacht en la contienda siguiente y renovador del ejército de la República Federal fundada en 1949), del que se traza un convincente retrato en la película “Rommel” (2012), de Nikolaus Stein von Kamienski. En junio de 1940, como jefe del Estado Mayor alemán en Francia, Speidel organizó la famosa y única visita que hizo Hitler a París en toda su vida. Más adelante, sería estrecho colaborador de Rommel y, ya ascendido a general, participará en el complot contra el führer, en julio de 1944. Fue detenido por la Gestapo y encarcelado, pero consiguió escapar de la prisión poco antes de la capitulación de Berlín. Luego, en la Guerra Fría, asesoraría al canciller Adenauer, contribuiría a la creación de la Bundeswehr (el ejército de la República Federal) y sería nombrado comandante supremo de las fuerzas terrestres de la OTAN en Europa Central.

Con todo ese relato a sus espaldas, Guido Brunner hizo una brillante carrera europeísta, empañada en su etapa final por el cobro de comisiones ilegales de la SEAT. Murió en Madrid, a los 67 años, abatido por un cáncer y, probablemente, también por la tristeza.


(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el lunes 21 de junio de 2021). 




FRANCISCO TARIO: LA CONEXIÓN CON LLANES DE UN ESCRITOR

 

Tario (Francisco Peláez Vega). Archivo de Julio Farell.


OPINIÓN            

                                                   

Veraneos de una familia mexicana



HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

Al igual que su hermano Antonio (un pintor de fama internacional que fallecería en 1994), Francisco Peláez Vega (México, 1911-Madrid, 1977) estaba instalado en la élite cultural mexicana. Entre sus amigos y vecinos en la ciudad de México se contaban Octavio Paz y Elena Garro. Desde 1943, era un notable escritor de literatura fantástica, aunque un tanto inclasificable, que firmaba sus novelas como Francisco Tario, tras cambiar sus apellidos por un vocablo de origen purépecha. Su padre, José Peláez Sampedro, natural de la localidad llanisca de Vibaño, había emigrado poco antes de la revolución zapatista y fundado allí, en la calle Mesones del D. F., el negocio de abarrotes Casa Peláez, especializado en productos españoles.   

Siempre elegante en el vestir y buen deportista, Tario había sido guardameta de dos equipos mexicanos de fútbol (el “Club Asturias” y el “España”). En cada partido se ponía una gorra al estilo británico y un suéter distinto. Tocaba el piano con finura y le apasionaban el cine y los toros. Llegó a entablar una cordial relación, de mutua admiración, con Manolete, con el que jugaba al frontón cuando el diestro cordobés toreaba en México.

Con su esposa, Carmen Farell Cubillas (una mujer bellísima, fallecida en 1967), formaba una pareja muy distinguida, con un toque un poco a la ‘nouvelle vague’. Tenían dos hijos: Sergio y Julio Francisco, nacidos en 1943 y 1945, respectivamente, y en los años cincuenta residieron los cuatro en Acapulco, donde el escritor regentaba dos salas cinematográficas: “Río” y “Rojo”. Era la época de apogeo de las estrellas de Hollywood y de los boleros del trío “Los Panchos”, transcurrida mientras Francisco Tario tecleaba en su Remington cuentos de fantasmas y extravagancias narrativas basadas en lo insólito y en la vertiginosa dimensión de la nocturnidad. Uno de esos relatos, titulado “La noche de Margaret Rose”, fue considerado por Gabriel García Márquez como uno de los mejores del siglo XX.

La familia se dedicaría a viajar por toda Europa y acabaría estableciéndose en Madrid, en 1960: primero, en el Hotel Emperatriz, y luego en un piso en la calle Lagasca. Llevaban a flor de piel un cosmopolitismo culto y una discreta forma de ir por el mundo, pero los Peláez nunca dejaron de sentirse llaniscos. Llanes, donde poseían una casa, era su lugar favorito de veraneo. Se bañaban en el Sablón, hacían la compra en la tienda de comestibles “La Pilarica” y los vástagos del matrimonio actuaban en las veladas teatrales que organizaba el bando de San Roque en el Cinemar. El pequeño, que regresó a México, es un importante pintor. Su nombre artístico es Julio Farell, expone en sitios de prestigio, como el Polyforum Cultural Siqueiros, y en 1968 ya había ilustrado la portada de un libro de cuentos de su padre (“Una violeta de más”). Participó en la primera edición de la Feria Internacional de Arte Contemporáneo de Madrid, ARCO, en 1982, de la mano de la galería madrileña Novart. En España poseen obra suya el Museo de Arte Contemporáneo del Alto Aragón (Huesca), el Museo Casa Natal de Jovellanos de Gijón, el Museo Municipal San Telmo de San Sebastián y el Museo de Bellas Artes de Granada, entre otros centros artísticos. Su hermano, Sergio, falleció.

Pocos se acuerdan hoy en Llanes de aquella familia de artistas, pero la casa que les perteneció permanece en la villa, en el cruce de las calles Colegio de la Encarnación y José Enrique Rozas Guijarro, anclada con palmera indiana y vistosa galería al Este, como un testimonio nostálgico inmune al paso del tiempo.


(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el sábado 22 de mayo de 2021). 


lunes, 14 de junio de 2021

HILARIO SÁNCHEZ GONZÁLEZ (EMETERIO), UN CÁNTABRO SINGULAR

 

Foto tomada de la página "Torrelavega se mueve".


OPINIÓN                                                               


"Cantabria es otra cosa"

Emeterio venía a afirmar en Llanes la veta cántabra 


HIGINIO DEL RÍO PÉREZ

Hilario Sánchez González, «Emeterio», nacido en San Vicente del Monte, Valdáliga, no tenía pelos en la lengua y venía a afirmar, con su presencia esporádica, esa veta cántabra que está presente, desde hace siglos, en la cotidianidad llanisca. En Llanes hubo siempre, a lo largo de la historia, cántabros de valía que nos enriquecieron en todos los sentidos. 

Algunos de los que lean esto se acordarán de Cosme San Román, que fue el que puso los cimientos de la hostelería profesional en Llanes; era natural de Comillas y fundó a finales del siglo XIX el hotel Universo, junto al puente; luego se hizo con la concesión del restaurante de la estación, en 1905, y lo elevó a las máximas cotas de prestigio. Después continuaría esa labor Pepe Armas, también de Cantabria, que había llegado de la mano de Cosme San Román para trabajar de camarero; Armas se convertiría en el patrón de la cantina ferroviaria, así como del histórico Café Pinín, puesto en marcha por Alejandro Ruales sobre 1890. Otro cántabro de grata memoria fue Hermógenes González, jefe de fabricación de la Sadi, la fábrica de quesos y mantecas propiedad del holandés Melf Diddens. Hermógenes, que había trabajado en la Granja Poch de Torrelavega antes de venir a Llanes, recorrió al lado de Diddens un inigualable ciclo económico para la industria local, desde 1934 hasta 1963.

Podríamos traer a colación cientos de casos más, igualmente interesantes, pero ninguno tan curioso y rompedor como el de Emeterio, que fue el que desplegó ante nosotros el apologismo del cantabrismo más apabullante y persistente. Bien lo sabe Pepín, el de La Gloria, de cuyo bar era asiduo cliente Emeterio.

-Me voy pitando, Pepín, a coger el tren. Me vuelvo pa Torrelavega.

-Pero, hombre, Emeterio, hoy marcha usted muy luego, se me hace.

-Me marcho porque aquí no encuentro dónde comer. Estoy muerto de hambre.

Era Emeterio, ciertamente, un entretenido interlocutor en la barra de un bar y sabía comunicar con exuberancia la gran experiencia de la vida que poseía: «Como soy de pueblo, me crie, como dicen, a calderu y, cumplidos los 16 años, anduve por Liébana segando con sables (unas guadañas largas y estrechas). Fui relojero, trabajé en la Austin, en Los Corrales de Buelna, y he terminado haciendo cajas de muerto». Lo había mamado todo en la cadena de producción de la factoría de la Austin, «desde un pilo de arena hasta la terminación de un coche», y era un hombre práctico. Una vez un joven ingeniero, que acababa de incorporarse a la fábrica, se le acercó para consultarle una chuminada impropia de un titulado superior, lo que hizo saltar a Emeterio: «¡Y usted es ingeniero! ¿Cómo me hace a mí, que soy un obrero, esa pregunta? ¡Ya regalaría su padre, ya, buenos jamones pa que usted saliera ingeniero!»

Emeterio estaba en su salsa cuando relataba las gestas de los cántabros en la Reconquista y cuando evocaba el protagonismo de los cántabros en la epopeya americana y cuando daba nombres y apellidos hasta de los grumetes cántabros que enroló Cristóbal Colón en las tres carabelas. Y, si hacía falta, se remontaba a la paliza infligida a los moros en la gloriosa batalla de Covadonga, para pregonar al mundo que Pelayo debió ser hijo de la tierra que preside Revilla. «Cantabria es otra cosa, ¡dónde va a parar!», decía para rematar sus intervenciones, y aquí nadie se ofendía por ello. 


(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el jueves 19 de marzo de 2009).


Estación de FEVE en Torrelavega.