OPINIÓN
Pese a ser un proyecto inacabado, las memorias del general Manuel Díez-Alegría (Buelna, Llanes, 1906-Madrid, 1987), que se publican ahora recuperadas y editadas por Pablo González-Pola, biógrafo del militar, vienen a arrojar luz sobre muchos aspectos. Tituladas “Arando la mar”, se ofrece en ellas un recorrido entre olas y marejadas de la España del siglo XX desde la visión de un narrador sin tapujos. Discurren en una línea cronológica y abarcan los años de su infancia, los estudios como cadete de la Academia de Ingenieros de Guadalajara y sus primeros destinos de teniente, trazado todo ello con una prosa amena, culta y agudamente minuciosa y atenta a los aconteceres políticos y sociales de cada momento.
Con el telón de fondo de la Primera Guerra Mundial, la huelga general de 1917,el desastre de Annual y el conflicto con Marruecos, la dictadura de Primo de Rivera, el fin del reinado de Alfonso XIII o el advenimiento de la Segunda República, va apareciendo por sus páginas un sinfín de personajes, como Mussolini, ante el que Díez-Alegría desfiló en la Plaza de Oriente en 1924; Besteiro, que le examinó de Lógica en la Universidad de Madrid y le dio un notable; Francisco Franco, al que atribuye una “complicada psicología”; el hermano de éste, Ramón, “revolucionario melifluo”, que sobrevoló una vez el Palacio Real decidido a bombardearlo con Alfonso XIII dentro, pero desistió de este propósito; Niceto Alcalá Zamora, “destacado cacique andaluz, de fluida oratoria de tropos hiperbolizados”; o Azaña, al que caracterizaba “la soberbia del que se cree minusvalorado” y “una ingénita actitud de desdén hacia el género humano”.
Las
memorias se interrumpen en 1933, en plena descripción atónita de los desórdenes
“que venían sucediéndose desde la proclamación de la República”, con la quema
de iglesias, la espiral de la violencia callejera y “los continuos insultos a
las fuerzas armadas y agresiones a los sentimientos que nos eran caros”. Probablemente,
los achaques de la vejez y la percepción de una muerte ya cercana movió al
general a dar un salto de treinta y ocho años en sus recuerdos para centrarse, sin
demora, en el pasaje de lo que consideraba más importante: su cese al frente
del Alto Estado Mayor en 1974, que de ninguna manera quería dejar de reflejar.
Manuel
Díez-Alegría nunca había pertenecido a una organización política, cualquiera
que fuese, y tenía muy clara la idea de que los militares no deberían
interferir en el proceso político que habría de abrirse en España a la muerte
de Franco. Calificado como “liberal” (lo que era casi peor, según señala él mismo, que
tacharlo de comunista), desde el “búnker” del tardofranquismo fue objeto de insidias
por parte de los generales ultras, que derivaron en una conjura definitiva a
raíz del viaje de carácter privado que hizo a Rumania con su mujer, Conchita
Frax, invitado por Ceausescu y con el beneplácito expreso del presidente Carlos
Arias (quien luego lo desmentiría ante Franco por “cobardía y deslealtad”). El
tirano rumano había intentado que Díez-Alegría se entrevistara en Bucarest con
Santiago Carrillo, pero el general llanisco esquivó la encerrona. Aún así, viviría
un víacrucis hasta el cese. Conchita, la esposa, anotará en su diario “los sinsabores
por haber actuado de este modo el generalísimo, por haber tratado a Manolo
inconsecuentemente, como si fuese un ladrón o criminal”.
Mientras
ve la luz este esperado libro de memorias, Llanes, impasible, perpetúa una
doble descortesía ante uno de sus hijos más preclaros y universales:
La
calle que desde agosto de 1991 lleva el nombre de Manuel Díez-Alegría en la zona de las
Malvinas no tiene placa ni un triste rótulo que lo recuerde.
La
biblioteca personal del militar y académico, donada en febrero de 1991 por la
familia Díez-Alegría Frax al Ayuntamiento (cincuenta y una cajas; 2.500
volúmenes en total) sigue depositada y sin catalogar en un cuarto de la Casa de
Cultura.
(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA, el miércoles 24 de abril de 2024).