Historias
de un violonchelista
HIGINIO DEL
RÍO PÉREZ
(Diario LA NUEVA ESPAÑA, 6 agosto 2002)
Gracias a los oficios de Luis García San Miguel, catedrático emérito de la Universidad de Alcalá
de Henares, el violonchelista y escritor mexicano (de padre ovetense) Carlos
Prieto ha ofrecido un concierto en Llanes. El reconocido músico, del que un
crítico afirmó en “The New York Times” que “no conoce limitación técnica
alguna”, se presentó de un modo insólito: no habló de sí mismo ni de las obras
que se disponía a interpretar, sino del instrumento que le acompañaba: un
“Stradivarius”, del que no se separa desde que lo compró hace veinticuatro
años. Los triunfos que cosecha junto a renombradas formaciones sinfónicas del
mundo no distraen a Prieto del desafío personal de investigar y desvelar la
historia de la joya que posee.
Fabricado en Cremona (Italia), en 1720, el cello había llegado a Cádiz en
1786. El Viernes Santo del año siguiente, en la iglesia gaditana de la Santa Cueva , formó
parte de la orquesta que estrenó con carácter mundial la obra “Las siete
palabras de Cristo”, de Haydn. Un británico lo adquirió en 1818, y décadas
después llegó a Alemania, a manos del judío Francesco Mendelssohn, descendiente
del compositor hamburgués Felix Mendelssohn-Bartholdy. Con los
nacionalsocialistas en el poder, y pese a que Goebbels le concedió el título de
“ario honorario”, Francesco decidió abandonar el Reich en 1935. Pero una
circunstancia sentimental le retenía: el instrumento, considerado un bien
nacional, no podía salir. Se traslada entonces a vivir a una pequeña localidad
sureña de Baden-Württemberg, a siete kilómetros de Basilea, donde le vendrá
dada la ocasión de participar en veladas musicales, invitado por una familia
alemana refugiada en Suiza. Como no podía llevar el “Stradivarius”, planea una
estrategia: compra el peor violonchelo que encuentra, y pasa el control de
fronteras sin problema; los papeles están en regla, y lo que lleva a la
espalda, dentro de una funda raída, parece valer menos que una llanta de la
bicicleta que monta. Al cabo de treinta idas y venidas, comprueba con esperanza
que su cello ha dejado de tener interés para los policías fronterizos nazis, y
va y viene sin que le registren. Por ello, resuelve cruzar la próxima vez con
el “Stradivarius”, y lo consigue.
Establecido en Nueva York, Mendelssohn tocaría en orquestas de prestigio.
Remataba sus conciertos con buenas cogorzas, y en una de ésas, el cello por
poco termina triturado en el camión de la basura, olvidado en la acera mientras
su dueño intentaba atinar con la llave en la cerradura de su casa de la Calle 62. (Cuando lo
adquirió en 1978, Prieto tuvo la feliz idea de ponerle nombre de mujer, “Chelo
Prieto”, para ahorrarse en los vuelos los engorrosos trámites que acarrea
reservar billete para un voluminoso instrumento de madera noble; curiosamente,
la acumulación de kilometraje y la condición de viajero de la tercera edad -Miss “Chelo” va camino de los trescientos abriles- suponen hoy sustanciales
descuentos en cada viaje...).
Después de su ameno relato, Prieto bordó en el presbiterio de la Basílica de Santa María
de Llanes una suite de Bach compuesta en 1720 -el año del nacimiento del
aventurero violonchelo-, ante un público poco habituado a este tipo de
conciertos, pero embelesado ¡Tenían que haberlo visto los responsables de
Cultura de las comunidades autónomas, frustrados “Merlines” en la búsqueda de
la receta mágica para popularizar la música clásica! El virtuoso mexicano dió
toda una lección de didáctica musical, como nunca se había visto por estos
pagos.