OPINIÓN
Abierta 24 horas
La Iglesia, que
busca reubicarse en el mundo, tiene en el padre Ángel un ejemplo a seguir
A
la salida de Madrid, en la carretera de Burgos, han colocado junto al arcén un
panel con una pregunta escueta en letras muy grandes: “¿Qué estamos haciendo
aquí?” No tenemos ni idea de lo que intenta anunciar esa inquietante valla
publicitaria, que tiene intrigados y sobrecogidos a los automovilistas que
huyen de la capital en estas Navidades, pero, probablemente, donde más
impresión y desazón está causando es en los obispos al volante de la Conferencias Episcopal ,
que llevan tiempo dándole vueltas y vueltas a una interrogante parecida: “¿Qué
pintamos nosotros en esta España descreída que quiere expulsar a Dios de la
cotidianidad?”
Desde
que inició su Pontificado en marzo de 2013, coincidiendo con la urgencia en la que
anda metida de nuevo la Iglesia para redefinir su papel en el mundo, el Papa
Francisco mantiene un discurso esperanzador de “aggiornamento” (puesta al día,
como se decía en el clima conciliar generado alrededor de Juan XXIII). Los
argumentos de Bergoglio se expresan con sencillez franciscana y, básicamente, apuntan
a un cambio ineludible de rumbo que tiene que ver con el regreso a la humildad
y a la coherencia en la fe de los primeros cristianos, de la que siguen
participando los misioneros y las comunidades perseguidas en distintos lugares
del planeta por su fidelidad a Cristo. En este sentido, el libro de José María
Díez-Alegría “¡Yo creo en la esperanza…!”, que tanto revuelo originó en los
años 70, conserva hoy más vigencia que nunca: “En la Iglesia Católica ”,
diagnosticaba entonces el jesuita oriundo de Buelna, “el problema de riqueza y
poder constituye una especie de unidad estructural. Los hombres de Iglesia
piensan (muchos de buena fe) que no pueden ejercer el oficio pastoral sin una
plataforma humana de poder. Para mantener ésta, necesitan el dinero. Pero para
tener éste, acaban por renunciar al Evangelio para los pobres, que era el de
Jesús”.
A
propósito de la Iglesia de la pobreza, que constituye una esencialidad de la
religión cristiana, la labor del padre Ángel García Rodríguez (La
Rebollada-Mieres, 1937) para con los más débiles está resultando muy
clarificadora. La parroquia de San Antón, en la calle Hortaleza de
Madrid, de la que es
párroco el fundador de “Mensajeros de la Paz”, rompe moldes
con sus puertas abiertas las 24 horas: “Un oasis de silencio y oración”,
explican los dípticos que uno puede coger a la entrada. “Una iglesia abierta
donde quepamos todos; una casa de acogida, una isla de misericordia, un pequeño
hospital de campaña, una casa solidaria para compartir”. Un lugar donde se
resuelven problemas. Se puede beber agua fresca; tomar un café; entrar con la
mascota; cambiar los pañales de los críos; conectarse a wifi; recargar el móvil
y acceder al aseo. Hay un cepillo siempre abierto, donde dejar lo que se pueda
o coger lo que se necesite; confesionarios adaptados a personas con poca movilidad
o con bajo nivel auditivo; y máquinas en las que dejar alimentos no perecederos.
Todo
eso, a cualquier hora del día o de la noche, está al servicio de los
descartados del sistema, de los que buscan y no encuentran, de los ateos y de
los creyentes; de los que quieren tan solo silencio y oración; de los heridos
por la vida; de los que están solos; de los que desean compartir tiempo, dinero
y cariño; de los que buscan consuelo… Ahí tienen los prelados (aun los más
aburguesados y desapegados del compromiso social) un ejemplo para intentar adaptarse
a los tiempos modernos.
(LA NUEVA ESPAÑA, 31 de diciembre de 2015)
Enlace con el artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA
Enlace con el artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA
El actor norteamericano Richard Geere, en la parroquia de San Antón. |
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