Nicolás Junco, cuando jugaba en el C D Llanes a principios de los años 60. |
OPINIÓN
Un tigre sin papeles
HIGINIO DEL RÍO PÉREZ
A Nicolás Junco (Pancar, 1938), único hijo de “Culetu” y de Luisa (el matrimonio que regentó “El Bodegón” de la calle Mayor en Llanes durante los años sesenta y setenta) y yerno de Chelo, “la Pita ”, no le ha ido mal en Europa. Cuando emigró, con veintitrés años cumplidos, era uno de los jugadores destacados del C.D. Llanes junto a Lorenzo Anca, Luisín Bardales, Matute y Matías Cortines (“Tiucas”). Le llamaban “Tigre”, a pesar de abultar poco, y recaló en Payerne, localidad suiza cercana a Lausanne, donde pudo simultanear el trabajo de camarero con la práctica del fútbol, su gran pasión. En su primera tarde libre allí había ido a ver un partido del equipo local; en el descanso, un balón cayó a sus pies; con suavidad, “Colás” lo elevó y empezó un ejercicio de malabarismo a lo “Pelé”, tocando el esférico de cabeza, con los hombros, bajándolo al tacón, subiéndolo de nuevo y pegándolo alternativamente con la derecha, con la izquierda y con las rodillas, hasta que lo devolvió ejecutando un elegante centro.
La exhibición llegó a oídos del señor Zaug, el
dueño del “Café Central” en que trabajaba y presidente, a la sazón, del Payerne
F.C., que le llamó a su despacho y le propuso fichar por el club. Así fue como
“Colasín”, hábil y escurridizo interior zurdo, inició su etapa en la categoría
regional suiza, sin dejar de servir cervezas entre semana. El patrón miraba por
él: “No vengas mañana a trabajar.
Resérvate, que el próximo partido es clave”, le decía, y cada domingo sus
paisanos le seguían fielmente adonde quiera que jugara. Una vez, un defensa le
hizo una falta terrorífica. De las gradas surgió entonces, automáticamente, un
grito racial, como si estuvieran en “Malzapatu” o en “La Encarnación ” (dos de
los campos que tuvo el Llanes): “¡Animal!
¡Me cago en la puta que te parió!” Al oír aquello, los trabajadores
españoles que habían pasado por taquilla sintieron vibrar la cuerda del
patriotismo, el instinto tribal: “Por
aquí tien que haber unu de los nuestros”, dijéronse, mientras intentaban
dar con el autor del cagato, que resultó ser “Culetu”, recién llegado a Suiza
para ver a su hijo.
“Colás” es hoy uno de los muchos emigrantes
asturianos que alcanzaron sus objetivos. Se acaba de jubilar en París, donde
reside desde hace cuatro décadas. En unos tiempos en que la humanidad sedienta
y hambrienta trata de esquivar el destino y suele acabar naufragando sin
papeles en el Estrecho, a la busca de un “Payerne”, el testimonio de este
“Tigre” llanisco debería ayudarnos a entender mejor el drama de las pateras. En
1961, él y otros jóvenes cogieron un tren de largo recorrido. Se bajaron en
Ginebra, donde los pusieron en fila de a uno para pasar el control de la
aduana. Ninguno de ellos cumplía los requisitos establecidos por las
autoridades de inmigración de la Confederación Helvética :
no llevaban contrato de trabajo, ni permiso de residencia, ni visado. Sólo la
maleta en una mano, y en la otra -bien a la vista, como si fuera el pasaporte-
una cartera de plástico que contenía el carnet, el billete del viaje y una foto
de sus padres. Barruntaban la deportación a casa. Pero los policías apenas los
miraron; se limitaron a indicarles con la mano que cruzaran la raya. Luego
alguien los reagrupó atendiendo a su capacitación laboral: unos irían
destinados a fábricas, otros a servicios de limpieza y al resto le tocó ser
camareros. Habían conseguido colarse en las entrañas de la Europa opulenta.
(Artículo publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el martes 29 de abril de 2003).