Opinión
La higuera y otros testimonios de la historia colectiva de los llaniscos
Son ya cerca de sesenta y cuatro
años subiendo la escalinata del Paseo de San Pedro desde la playa del Sablón, un
recorrido de cien escalones que permite acceder a un privilegiado puesto de
observación. Es y ha sido siempre, para los llaniscos, una ascensión iniciática
a un lugar en el que, en medio de la envolvente visión del mar, la montaña y la
doble fila de tamarindos, nos reencontramos con nuestra historia personal y
colectiva.
A medida que nos hacemos
viejos, a donde conducen realmente esos peldaños es a un monumental observatorio
de ausencias. Desde él, los años y la nostalgia nos revelan sin medias tintas la
pérdida irreparable de elementos sustanciales del paisaje urbano de Llanes. Han
ido desapareciendo del patrimonio común, víctimas de un inexplicable desdén,
edificios que habían formado parte de nuestra identidad y de nuestras
vivencias, como el Palacio del Coju de la Guía (“Villa Vicenta”, aquel majestuoso
ejemplo de la arquitectura neogótica inglesa, proyectado a finales del siglo
XIX por Casimiro Pérez de la Riva, que parecía sacado de una producción de
Disney); el Teatro
Benavente (obra de Mariano Deogracias Lastra), en el que descubrimos el cine y
el territorio infinito de los sueños; las antiguas Escuelas Públicas (diseñadas
en 1914 por Juan Álvarez Mendoza, en las que fuimos alumnos de don José Caso ); la Compuerta
(nuestra Torre Eiffel, proyectada en 1930 por el ingeniero de Puertos José
María Aguirre, desde la que se tiraban los rapaces a la ría en marea alta); el
sanatorio del doctor García Gavito (que después de la Guerra Civil sería
instituto de enseñanza media y, más tarde, el Hotel México), la mansión
racionalista de Ceferino Ballesteros en la avenida de la Paz, el chalet
construido en la
Segunda República por la Asociación de Comerciantes e
Industriales (ACI) en la avenida de México… La voracidad de una mal entendida
modernidad, que siempre es un feo asunto, ligado a piquetas, insensibilidades y
desprecios, hizo aquí de las suyas.
La capacidad evocadora de
todo eso resulta elocuente desde la escalinata de San Pedro. En la última parte de la subida solíamos jugar de críos con carros, diligencias,
figuras de plástico de indios y vaqueros y mucha imaginación. Recreábamos sobre
aquella rocosa orografía un escenario de desfiladeros, valles, colinas y
montañas, en el que discurrían episodios de la conquista del legendario Oeste.
Allí cerca, como observándonos mientras jugábamos, se levantaba una gran
higuera, pegada a la piedra, que nos daba sombra refrescante en los días de calor.
Era el techo abovedado de nuestros sueños del Far West, en aquéllos tiempos en
los que toda la semana esperábamos con impaciencia que llegara el domingo para
ir al cine de las 5.
La higuera ya no está. Ahora pertenece al catálogo de
ausencias del que hablábamos antes. La escalinata de San Pedro, ideada en 1930,
había formado parte de un plan de ensanche proyectado por el arquitecto
municipal Joaquín Ortiz cuando era alcalde Francisco Saro. Venía a rematar un planteamiento
novedoso para modernizar racionalmente la villa. Ese plan incluía una calle entre el
Ayuntamiento y el Casino (una arteria que se abrió mucho más tarde, en 1956,
aunque sólo parcialmente, que no se completaría hasta los primeros compases del
siglo XXI, aunque sin respetar, lamentablemente, el trazado recto que había
pensado Ortiz), y la apertura de lo que es la avenida de las Gaviotas, paralela
al Paseo de San Pedro, que se haría realidad con casi 70 años de retraso. Del proyecto
de Ortiz lo único que se hizo fue la escalinata, que hoy, sin la higuera, se
nos muestra más vacía y descarnada que nunca.
(Diario LA NUEVA ESPAÑA de Oviedo, 9 de enero de 2018)
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