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lunes, 12 de octubre de 2020

UN RELATO DE LORENZO LAVIADES SOBRE LOS PESCADORES VASCOS QUE VENÍAN A LLANES

 
“El Sablín”. Óleo de Juan Martínez Abades (1862-1920)


La cena a bordo


LORENZO LAVIADES

Tras la costera de la anchoa, que era para nosotros alegre, pintoresca y llena de emociones, llegaba la del bonito, ya muy adelantado el verano. Y entonces volvían de nuevo los vizcaínos a invadir el puerto y las calles de la villa con su “chauchau”.

Eran estas nobles gentes para los que nos pasábamos la vida correteando por el puerto y las orillas del mar como los marineros arquetipos a los cuales debíamos imitar, aun sabiendo que cuando alcanzáramos la edad de la juventud nos habríamos de conformar con oficios terrales, artesanos u oficinescos.

Aún me viene un delicioso gusto al paladar recordando la cena que hice con unos pescadores de Ondárroa en un rincón del puerto de mi villa natal.

El “Mari-Begoña” era un vaporcito pesquero que alimentaba su caldera por la acción del agua y el carbón. Componían su tripulación diez y seis hombres y un “cho”, siendo el patrón el más fuerte y fornido de todos, según parecían demostrarlo su buena estatura, sus anchas espaldas y sus puños y bíceps de hierro.

- “¡Eh!” –nos gritaron aquella tarde cuando el barco se hubo aproximado al muelle- “Vosotros coger el cabo y atesar firme, pues”.

Y nosotros, que sabíamos algunas palabras del vascuence y presumíamos de ello como si domináramos el idioma entero, les respondimos:

- “Bai! ¡Bai!”

Recuerdo que éramos cuatro chiquillos, y que tan pronto como el barco atracó y nos lanzaron los cabos por la proa y por la popa, los atrapamos y mantuvimos bien firmes hasta que dos pescadores saltaron a tierra y los ataron a las argollas del muelle.

Este pequeño favor u otro análogo que les hiciéramos, era para nosotros como el pase de favor que nos autorizaba la entrada en el barco, cuya visita principal era siempre la máquina que le hacía caminar. Nos asomábamos entonces a las ventanillas del guardacalor y hablábamos con el maquinista y el fogonero mientras veíamos humear la caldera y bruñir engranajes y cojinetes.

Aquella tarde, después de descargar los bonitos que traían, le dimos por afición al “brus”, ayudándoles a baldear la cubierta sumergiendo los cubos en el agua. Y cuando hubimos concluido la tarea, se lavaron y peinaron los más, imitándoles nosotros. 

EL OLOR DE LA MARMITA

 La hora de ponerse a cenar había llegado. El olor peculiar de la marmita que habían retirado del fuego, y el que despedían las ruedas de bonito que a la parrilla estaban asando, difundía en derredor un aroma tan apetitoso y prometedor, que a nosotros nos parecía que sólo a bordo de una lancha y cocinada por vizcaínos se podía alcanzar tan admirable y sabrosa condimentación.

Les debimos caer tan en gracia a aquellos honrados pescadores, que previos conciliábulos de unos con otros y de todos con el patrón, éste nos dijo de pronto, con sonrisa infantil y mostrándonos una dentadura limpia y sana:

- “Si vosotros tener cuchara, vosotros poder senar con nosotros, pues”.

- “¡Bai! ¡Bai!” –dijimos todos a una bailando casi de alegría.

Y como la marea descendía y el muelle quedaba más alto que la borda de la embarcación, ellos mismos nos montaron sobre sus robustos hombros para ayudarnos a saltar a tierra e ir a buscar las cucharas.

Cuando volvimos ya estaban todos sentados a la redonda en la popa, recibiendo cada uno una enorme rebanada de pan cortada con mucha ponderación por el patrón de la lancha. Una gran tartera colmada con el guiso más apetitoso del mundo humeaba en el centro del corro esperando que cada cual fuera metiendo en ella su cuchara.

Nuestra vuelta fue celebrada con risas y comentarios jocosos, como si quisieran decir que habíamos regresado volando para no perder el banquete. Entonces nos dieron a cada uno la rebanada de pan correspondiente, y, tras dejarnos sitio repartiéndonos entre ellos codo a codo, cesaron las voces y las risas y vimos cómo el patrón, seguido de todos, se quitaba la boina.

- “¿Vosotros querer resar Padre Nuestro con nosotros?” –nos preguntó amorosamente y con timidez.

- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos unánimes.

- “Entonces, cuando yo acabar en mi vascuense vosotros responder en vuestro Castilla”.

El patrón levantó su brazo recio y nervudo y trazó en el aire la señal de la cruz murmurando una afirmación de fe en el Creador. 

“AITA GUREA…”

 Tras hacer esto, se persignó, imitándole todos, y luego, en voz alta y en vascuence, empezó a rezar el Padre Nuestro, siempre pronunciando las zetas como si fueran eses:  

- “Aita gurea zeruetan zagozana…”.

Aquel rezo, devoto y solemne, que nos recordaba de lejos la Cena de Cristo con otros pescadores, fue turbado antes del final con las risas de unos mozalbetes que se hallaban en el muelle mirando con otros curiosos. Pero el rezo no se interrumpió, sino que siguió impertérrito hasta el fin, como si en aquellos momentos se creyesen los pescadores ausentes del mundo.

Luego, cuando la oración concluyó, algunos de ellos se pusieron en pie y sus rostros se demudaron, y no precisamente de miedo, sino de furor e indignación. Antes de que hablara el jefe no salió, sin embargo, de sus gargantas la menor palabra. Hasta en esto daban muestra de una elevadísima educación aquellas gentes humildes.

El patrón apuntó hacia los culpables y dijo, escueto y lapidario:

- “¿Vosotros reir…? Nosotros burras no ser”.

Y la frase parecía sonar más rotunda y más gráfica al decir burras y no burros.

Entonces sí que se rieron todos los que contemplaban la escena, y se vio huir de allí, corridos por la vergüenza o temiendo algo peor, a los desaprensivos interruptores.

Antes de sentarse de nuevo, el patrón invitó a los que seguían de curiosos en el muelle:

- “¿Vosotros gustar? Nosotros no tener más que ofreser, pero estar contentos”.

Y como nadie aceptase su invitación sino con sonrisas de agradecimiento, el rito placentero de la cena comenzó. Nosotros, al igual que los pescadores, inclinábamos el cuerpo hacia delante, metíamos la cuchara en la tartera, la apoyábamos sobre el pan y retrocedíamos de espalda a nuestro sitio. La bota de vino daba vueltas y más vueltas al corro de los comensales, pero nosotros, como no sabíamos beber sin pegar los labios al pitorro, lo hacíamos abriendo mucho la boca mientras el compañero de al lado nos echaba un chorrito en la garganta. ¡Qué delicioso resultaba esto! Algunas veces nos atragantábamos y nos hacía toser, y entonces sí que se armaba un jaleo de risas y comentarios sin fin entre aquellos hombres niños.

- “Vosotros beber mejor sagardua en vaso que chacolí en bota, ¿o qué?”

Aludían a la sidra y al vino, y por seguirles la corriente y porque era la verdad, respondimos:  

- “¡Bai! ¡Bai! Pero chorrito de chacolí, gustar mucho así”.

Tras haber comido la marmita llegaron las suculentas ruedas de bonito, calentitas y apetitosas, bien regadas también con el consabido chorrito de vino en nuestras gargantas.

Y cuando ya concluida la cena se dispuso la tripulación a saltar a tierra para pasear un rato por la villa, de nuevo nos volvieron a elevar sobre sus hombros aquellos recios mocetones a fin de ponernos sobre el muelle.

Todavía, antes de despedirnos, nos dijo uno de ellos:

 - “Si mañana nosotros volver aquí, también volver vosotros a cenar a bordo, ¿o qué?”

- “¡Bai! ¡Bai!” –contestamos todos a la vez.

Y cuando ya nos habíamos separado un buen trecho de ellos, el mismo que nos había hecho la invitación nos gritó desde lejos:

- “¡Eeeh! ¡Pero vosotros traer cuchara!”

- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos nosotros a voz en cuello.

Y un coro grande y regocijado de risas llegó a nuestros oídos envuelto en los comentarios de aquellos hombres fuertes y bravos que parecían tan niños como nosotros.   

Madrid, 1962


(Lorenzo Laviades, 1908-1991, publicó en 1986 su novela "Blas el Pescador", en la que recrea la vida marinera del Llanes de los años 20)



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