“El Sablín”. Óleo de Juan Martínez Abades (1862-1920)
La cena a bordo
LORENZO
LAVIADES
Tras la
costera de la anchoa, que era para nosotros alegre, pintoresca y llena de
emociones, llegaba la del bonito, ya muy adelantado el verano. Y entonces
volvían de nuevo los vizcaínos a invadir el puerto y las calles de la villa con
su “chauchau”.
Eran
estas nobles gentes para los que nos pasábamos la vida correteando por el
puerto y las orillas del mar como los marineros arquetipos a los cuales
debíamos imitar, aun sabiendo que cuando alcanzáramos la edad de la juventud
nos habríamos de conformar con oficios terrales, artesanos u oficinescos.
Aún me
viene un delicioso gusto al paladar recordando la cena que hice con unos
pescadores de Ondárroa en un rincón del puerto de mi villa natal.
El
“Mari-Begoña” era un vaporcito pesquero que alimentaba su caldera por la acción
del agua y el carbón. Componían su tripulación diez y seis hombres y un “cho”,
siendo el patrón el más fuerte y fornido de todos, según parecían demostrarlo su
buena estatura, sus anchas espaldas y sus puños y bíceps de hierro.
- “¡Eh!” –nos gritaron aquella tarde
cuando el barco se hubo aproximado al muelle- “Vosotros coger el cabo y atesar firme, pues”.
Y
nosotros, que sabíamos algunas palabras del vascuence y presumíamos de ello
como si domináramos el idioma entero, les respondimos:
- “Bai! ¡Bai!”
Recuerdo
que éramos cuatro chiquillos, y que tan pronto como el barco atracó y nos
lanzaron los cabos por la proa y por la popa, los atrapamos y mantuvimos bien
firmes hasta que dos pescadores saltaron a tierra y los ataron a las argollas
del muelle.
Este
pequeño favor u otro análogo que les hiciéramos, era para nosotros como el pase
de favor que nos autorizaba la entrada en el barco, cuya visita principal era
siempre la máquina que le hacía caminar. Nos asomábamos entonces a las
ventanillas del guardacalor y hablábamos con el maquinista y el fogonero
mientras veíamos humear la caldera y bruñir engranajes y cojinetes.
Aquella
tarde, después de descargar los bonitos que traían, le dimos por afición al
“brus”, ayudándoles a baldear la cubierta sumergiendo los cubos en el agua. Y
cuando hubimos concluido la tarea, se lavaron y peinaron los más, imitándoles
nosotros.
EL OLOR DE LA MARMITA
La hora
de ponerse a cenar había llegado. El olor peculiar de la marmita que habían retirado
del fuego, y el que despedían las ruedas de bonito que a la parrilla estaban
asando, difundía en derredor un aroma tan apetitoso y prometedor, que a
nosotros nos parecía que sólo a bordo de una lancha y cocinada por vizcaínos se
podía alcanzar tan admirable y sabrosa condimentación.
Les
debimos caer tan en gracia a aquellos honrados pescadores, que previos
conciliábulos de unos con otros y de todos con el patrón, éste nos dijo de
pronto, con sonrisa infantil y mostrándonos una dentadura limpia y sana:
- “Si vosotros tener cuchara, vosotros poder
senar con nosotros, pues”.
- “¡Bai! ¡Bai!” –dijimos todos a una
bailando casi de alegría.
Y como
la marea descendía y el muelle quedaba más alto que la borda de la embarcación,
ellos mismos nos montaron sobre sus robustos hombros para ayudarnos a saltar a
tierra e ir a buscar las cucharas.
Cuando
volvimos ya estaban todos sentados a la redonda en la popa, recibiendo cada uno
una enorme rebanada de pan cortada con mucha ponderación por el patrón de la
lancha. Una gran tartera colmada con el guiso más apetitoso del mundo humeaba
en el centro del corro esperando que cada cual fuera metiendo en ella su
cuchara.
Nuestra
vuelta fue celebrada con risas y comentarios jocosos, como si quisieran decir
que habíamos regresado volando para no perder el banquete. Entonces nos dieron a
cada uno la rebanada de pan correspondiente, y, tras dejarnos sitio
repartiéndonos entre ellos codo a codo, cesaron las voces y las risas y vimos
cómo el patrón, seguido de todos, se quitaba la boina.
- “¿Vosotros querer resar Padre Nuestro con
nosotros?” –nos preguntó amorosamente y con timidez.
- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos unánimes.
- “Entonces, cuando yo acabar en mi vascuense
vosotros responder en vuestro Castilla”.
El
patrón levantó su brazo recio y nervudo y trazó en el aire la señal de la cruz
murmurando una afirmación de fe en el Creador.
“AITA GUREA…”
Tras
hacer esto, se persignó, imitándole todos, y luego, en voz alta y en vascuence,
empezó a rezar el Padre Nuestro, siempre pronunciando las zetas como si fueran
eses:
- “Aita gurea zeruetan zagozana…”.
Aquel
rezo, devoto y solemne, que nos recordaba de lejos la Cena de Cristo con otros
pescadores, fue turbado antes del final con las risas de unos mozalbetes que se
hallaban en el muelle mirando con otros curiosos. Pero el rezo no se
interrumpió, sino que siguió impertérrito hasta el fin, como si en aquellos
momentos se creyesen los pescadores ausentes del mundo.
Luego,
cuando la oración concluyó, algunos de ellos se pusieron en pie y sus rostros
se demudaron, y no precisamente de miedo, sino de furor e indignación. Antes de
que hablara el jefe no salió, sin embargo, de sus gargantas la menor palabra. Hasta
en esto daban muestra de una elevadísima educación aquellas gentes humildes.
El
patrón apuntó hacia los culpables y dijo, escueto y lapidario:
- “¿Vosotros reir…? Nosotros burras no ser”.
Y la
frase parecía sonar más rotunda y más gráfica al decir burras y no burros.
Entonces
sí que se rieron todos los que contemplaban la escena, y se vio huir de allí, corridos
por la vergüenza o temiendo algo peor, a los desaprensivos interruptores.
Antes de
sentarse de nuevo, el patrón invitó a los que seguían de curiosos en el muelle:
- “¿Vosotros gustar? Nosotros no tener más que
ofreser, pero estar contentos”.
Y como
nadie aceptase su invitación sino con sonrisas de agradecimiento, el rito
placentero de la cena comenzó. Nosotros, al igual que los pescadores,
inclinábamos el cuerpo hacia delante, metíamos la cuchara en la tartera, la
apoyábamos sobre el pan y retrocedíamos de espalda a nuestro sitio. La bota de
vino daba vueltas y más vueltas al corro de los comensales, pero nosotros, como
no sabíamos beber sin pegar los labios al pitorro, lo hacíamos abriendo mucho
la boca mientras el compañero de al lado nos echaba un chorrito en la garganta.
¡Qué delicioso resultaba esto! Algunas veces nos atragantábamos y nos hacía
toser, y entonces sí que se armaba un jaleo de risas y comentarios sin fin
entre aquellos hombres niños.
- “Vosotros beber mejor sagardua en vaso que
chacolí en bota, ¿o qué?”
Aludían
a la sidra y al vino, y por seguirles la corriente y porque era la verdad,
respondimos:
- “¡Bai! ¡Bai! Pero chorrito de chacolí,
gustar mucho así”.
Tras
haber comido la marmita llegaron las suculentas ruedas de bonito, calentitas y
apetitosas, bien regadas también con el consabido chorrito de vino en nuestras
gargantas.
Y cuando
ya concluida la cena se dispuso la tripulación a saltar a tierra para pasear un
rato por la villa, de nuevo nos volvieron a elevar sobre sus hombros aquellos
recios mocetones a fin de ponernos sobre el muelle.
Todavía,
antes de despedirnos, nos dijo uno de ellos:
- “Si
mañana nosotros volver aquí, también volver vosotros a cenar a bordo, ¿o qué?”
- “¡Bai! ¡Bai!” –contestamos todos a la
vez.
Y cuando
ya nos habíamos separado un buen trecho de ellos, el mismo que nos había hecho
la invitación nos gritó desde lejos:
- “¡Eeeh! ¡Pero vosotros traer cuchara!”
- “¡Bai! ¡Bai!” –respondimos nosotros a
voz en cuello.
Y un
coro grande y regocijado de risas llegó a nuestros oídos envuelto en los
comentarios de aquellos hombres fuertes y bravos que parecían tan niños como
nosotros.
Madrid, 1962
(Lorenzo Laviades, 1908-1991, publicó en 1986 su novela "Blas el Pescador", en la que recrea la vida marinera del Llanes de los años 20)