Esperando al heredero de la Corona
HIGINIO DEL RÍO PÉREZ
De muy joven, Balbino González Fernández (Pola de Allande, 1926) empezó a foguearse como mecánico en un taller de Grado, localidad donde había pasado la Guerra Civil con su familia. Siempre tuvo muy clara su vocación. Primero, consiguió ingresar en la escuela de técnicos de motores de aviación en Málaga, para lo que era preceptivo aprobar una oposición, y dos años después le destinaron a la Academia General del Aire.
Con el grado de sargento, fue profesor de Mecánica de Mantenimiento de Avión en el aeródromo leonés de La Virgen del Camino. Recorrería varios destinos: Albacete (como especialista en mecánica de reactores modernos y ya con los galones de brigada) y Mallorca, entre otros. También estaría en la Escuela de Vuelo sin Motor de Llanes, a las órdenes de los capitanes Antonio Salinas , Javier Bermúdez de Castro y Antonio Ramos, sucesivamente.
Casado desde 1958 con Mercedes Sáez Sotres, llanisca de La Portilla, Balbino González reside en Oviedo y no aparenta, en modo alguno, los noventa y cuatro años que ha cumplido. Su hoja de servicios da para mucho, e incluye, de refilón, hasta algún suceso mediático, de esos que sirven para sacar pecho entre los amigos, como aquella vez, en León, que le tocó dar la bienvenida, al pie de la escalerilla de un avión, a Manuel Benítez, “El Cordobés”, uno de los grandes fenómenos sociales de masas de la España de aquel momento, que venía a torear en la plaza de Buenavista de Oviedo.
Aparte de su vida profesional unida a lo estrictamente militar, supo ejercer como empresario, y en esa labor dio muestras de buen olfato y sentido de la oportunidad. En compañía de un socio, fundó una empresa de ámbito nacional relacionada con la publicidad y la aviación, con cuatro pilotos en nómina y cinco avionetas a su disposición (una de ellas, preparada para intervenir en la extinción de incendios). Aquellos aviones sobrevolaban las playas en pleno verano y remolcaban pancartas que anunciaban productos de las grandes marcas.
Todo ha sido normal y previsible en su vida, excepto un recuerdo que tiene aún bien pegado al retrovisor: un día, estando cumpliendo servicio en el aeródromo de Lugo de Llanera, le llega un mensaje del estilo de los que se supone que reciben los agentes de espionaje de las grandes potencias. En él se le comunica la posibilidad de que el Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón, vuele de incógnito desde Portugal hasta aquella base, muy básica y sin torre de control, en la que cualquier aterrizaje puede pasar poco menos que desapercibido. Por aquellas fechas, el hijo de Alfonso XIII jugaba sus cartas sucesorias y mantenía contactos en distintos escenarios con representantes de la oposición democrática a Franco, al rebufo de lo que el Régimen del 18 de julio denominaba “el contubernio de Múnich” (1962). La orden recibida viene a desbaratar bruscamente la tranquila rutina de Balbino: si Don Juan de Borbón aterriza en Llanera, se le dice, deberán ser inmovilizados, en el acto, tanto el aparato como sus ocupantes. Feo asunto. Por si fuera poco, para cumplir esa misión, la superioridad le proporciona el apoyo de un retén de la Guardia Civil , al mando de un sargento que afirma estar absolutamente decidido a disparar a las ruedas del avión y a todo lo que se menee… Transcurrieron horas de alerta tensa, hasta que se comprobó que lo del heredero de la Corona era una falsa alarma. Balbino respiró, y la Historia de España pudo seguir su curso, más allá de Lugo de Llanera.
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