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miércoles, 23 de marzo de 2016

LLANES: RODOLFO, UN PARROQUIANO MUY ESPECIAL

A RODOLFO SIEMPRE LO TENEMOS AHÍ
Esperando a la entrada de la cafetería Rocamar.
(Foto: Vicente Cotera)


UN PARROQUIANO ESPECIAL QUE FRECUENTA LA CAFETERÍA "ROCAMAR"

Este “leve ser”, como diría Miguel Hernández, encarna una rutina que se repite en Llanes cuatro o cinco veces al día desde hace dos años. De él habría escrito Juan Ramón Jiménez cosas muy guapas. El autor de “Platero y yo” podría habernos dicho que posee “la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero” y que vive sus días “sin fatales obligaciones”. Al fin y al cabo, Rodolfo, que así es como se le conoce aquí, viene a hacer lo mismo que hacen otros llaniscos: frecuenta el parque, en lo que fue la huerta del convento monjil de la Encarnación, en la proximidad de la estatua de Posada Herrera; disfruta de la rutina y de las horas muertas y resucitadas del ambiente, de las risas infantiles y del vaivén de los columpios, y cuando le apetece, en varios momentos de la mañana o de la tarde, entra en la cafetería Rocamar, situada en la avenida de México. 
El nombre de Rodolfo, no sabemos si por querer emparentarlo con el Valentino del cine mudo, se lo puso el difunto Vicente Martín, el hijo del Roxu, que compartía con él las magdalenas de su desayuno.
Gabriel Vela Gutiérrez, el dueño del bar, ya ve las visitas diarias de Rodolfo a la altura de las de sus más fieles clientes: Genín el Confitero, Chucho el de la Autoescuela, Félix el Peluquero, Ángel el del Montemar, Arturo el de Finisterre, Pancho Capín … La familia Vela Gutiérrez regenta el Rocamar desde 1982. Es un establecimiento que habían fundado a finales de los años 60 José Burgos y Carmina Tapia, y atesora ya mucha solera. Sus paredes, decoradas con espléndidas fotografías paisajísticas de Nico Sobrino, cobijan parte de nuestra historia personal. Allí, en diciembre de 1973, mientras jugábamos al tute, nos enteramos de la noticia del atentado mortal que sufrió el almirante Carrero Blanco: entró de pronto José Perela, propietario de un almacén de madera, y proclamó solemnemente: “¡Esta es muy gorda, señores! ¡La revolución!” 
Nuestro Rodolfo, al que ese dato histórico ya no le dice nada, viene a asomarse al cristal desde el alféizar exterior para ver si hay moros en la costa, y si está cerrada la puerta espera a que salga o entre alguien, pero no hace esa maniobra con cualquiera. Solo se acerca a los parroquianos que le inspiran confianza, que son los más. Una vez dentro, sus apariciones apenas duran diez minutos. Tiempo suficiente para explorar el entorno de las mesas y aprovechar discretamente el pincho que le ha dejado preparado Gabriel. Sin miedo, pero con prudencia, pasa entre los que juegan las partidas de subasta, y cuando decide salir, si la puerta permanece cerrada, aguarda a que venga o se vaya algún conocido, para ahuecar él el ala. (Espera a que se presente la aletía favorable, al igual que hacen los marineros de la cofradía de Santa Ana para regresar a puerto cuando hay nortada. 
Rodolfo es un “niño del aire” y se afana alegremente en existir en la luz, en llenar de píos y revuelos “el silencio torvo del mundo” y en sortear los peligros con el desparpajo que “su infancia perpetua le ha dado”. Es un simple gorrión. Un personaje real que se convierte cada día en poesía cotidiana y sencilla de Miguel Hernández.

Higinio del Río Pérez


(Publicado en el diario LA NUEVA ESPAÑA el 23 de marzo de 2016)


Visita al mediodía. (Foto: Higinio del Río).
Vicente Martín, en el Rocamar. (Foto: Higinio del Río).



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