Francisco José Martín Quintana (1918-1994) |
Pancho trabajaba en Arbitrios, un servicio municipal cuyo mascarón de proa era la casetuca plantada junto a un plágano entre el “Bar
El
entorno del “Bar La Gloria ”
tenía algo de página del “género chico”, a la que sólo faltaba poner música de
Federico Chueca. Mucho antes de que Pancho y su hermano empezaran a trabajar en
Arbitrios, aquella caseta puso firme a más de un cristiano. En los años veinte,
por ejemplo, Luis Díaz Cantolla (el de la “Relojería Moderna”, sucesor de
Celestino Quesada, en la Calle
de la Calzada ),
que traía un jamón serrano, se enrabietó cuando le dijeron lo que tenía que
pagar por pasar el embutido. “¡Que qué!
¿Con que sí? ¡Como hay Dios que me lo como aquí mismo!” El impuesto
ascendía a casi tanto dinero como lo que le había costado el jamón, así que, ni
corto ni perezoso, sacó una navaja y decidió zamparse el embutido él sólo,
corta que te corta al lado del andén, antes que soltar un real al erario
público. (…/…)
En
pleno transcurso de la
Segunda Guerra Mundial, funcionaban en el Cuetu varias
panaderías de estraperlo. Las remaqueras cernían por los mercados y compraban
productos básicos para revenderlos en otros sitios a un precio un poco más
alto. Pancho siempre tuvo buen corazón, y con las que estaban más necesitadas
hacía la vista gorda. La posguerra duró lo suyo, y seguía presente la amargura
de las carencias en muchos hogares. Por la noche, se deslizaban al “charrangue”
sombras por entre las vías y vagones del tren, y en diciembre, el Gobierno
Civil de la provincia y el Ayuntamiento promovían una “Campaña de Navidad”,
para aliviar las necesidades de las familias humildes.
En
la casetuca se precintaban las chapas de las matrículas de las bicicletas y de
los carros. Era como una torre-vigía del alfoz y una ventana privilegiada al
paisaje de gentes en tránsito que emergían alrededor del ferrocarril. Allá iba
Felisa “la Colilla ”,
con un cesto lleno de pescado para venderlo por las casas:
-
“¡Traigo cornudos
fresquísimos! Mire, señorita, guapísima, cómo colean. ¡Cómpremelos,
requetesalada!”.
En la galería de una mansión señorial del centro
de la villa, una damita poco agraciada se asomaba con un mohín de desprecio:
-
“No queremos cornudos. No
insista usted, Felisa, que ya sabe que los cornudos no nos gustan”.
Y entonces, a Felisa –una de las llaniscas
inolvidables- se le subía la adrenalina al moño y daba un giro de ciento
ochenta grados a su discurso, mientras acomodaba con remangu la cesta sobre el
rueñu y seguía su camino:
-
“¡Valiente
rancia! Bastantes cornudos tenéis ya vosotras en casa. Me cago hasta en la puta
tu madre... ¡No te amuela!”.
Allá bajaba también José Villar Villar, “el Mayorazu” de Porrúa, camino del despacho de Santiago González de
-
“¡Hombre, ‘Cacharrín’!
¡Buenos días!”,
saludaba “el Mayorazu” al entrar en el bufete de la Calle Nueva.
A “Cacharrín”, que trabajaba como pasante del
abogado, no le gustaba que le llamaran así, y protestaba:
-
“¡Ni ‘Cacharrín’, ni ocho
cuartos! ¡Me llamo Manuel Romano Mendoza!”.
-
“¡Pues el que te puso el
mote, que te lu quite, ‘Cacharrín’, que yo bastante hago con caltenételu!”, respondía “el Mayorazu”. (… / …)
“VESPA” Y “CURRITO”
El padre de Pancho, Antonio Martín, había emigrado a México, aunque no con excesiva
fortuna. A su regreso abrió una zapatería frente a la Plaza Mayor (años
veinte), y suplió la falta de existencias (apenas tenía una docena de pares de
zapatos) a base de ingenio y de un instintivo sentido del “marketing”: compró
muchas cajas de calzado vacías y las colocó en las estanterías y en el
escaparate, para que los clientes percibiesen la abundancia que se le presupone
a cualquier “indiano”.
Antonio Martín era alto
y usaba cachaba, boina y abrigo. Trabajaba de viajante. Una de sus
representaciones era la de la firma navarra o vasca “Lampreabe”, que hacía
chirucas, corizas, chanclos y madreñas de goma, nada menos (a Antonio, por este
motivo, también le pusieron un mote: “¡Ahí
llega ‘Lampreabe’!”, decía la gente). Otra, la de una fábrica de embutidos
de Noreña. Contaba chistes y cosas que a los críos nos fascinaban. En “La Pilarica ”, la tienda de
ultramarinos que tenía mi madre en la Calle Mayor , uno de los “números” más brillantes
de Antonio era cuando sacaba el pañuelo, lo ponía sobre su mano izquierda,
cerrada en un puño, colocaba unos ojos postizos entre los dedos, y lo que allí
veíamos, talmente, era la cara de una vieja desdentada, un muñeco de guiñol.
Entre col y col, nos dibujaba un gochín, con el rabu en espiral, o “un seis y un cuatro, la cara de tu retrato”, que nunca se nos olvidaría.
Los críos de entonces no estábamos contaminados por las
televisiones y los videojuegos. Eramos probes, pero
seguramente más felices con nuestros calzones recosidos y nuestras pistolas de
restañones. Privados aún de la alta tecnología digital, de aquélla reinaba una
gozosa inocencia sobre las primaveras, los veranos, los otoños y los inviernos
de nuestra Arcadia: había inocencia al “torear” las olas en el Sablín; la había
igualmente al ir a manzanas, a cámbaros y a grillos; al sacar los domingos una
entrada de “gallineru” en el “Benavente”; al jugar al escondite en la Callejina de las Brujas;
al intercambiar cromos de “Chocolate La Cibeles ”; al rebuscar libros “con santos”
(ilustraciones) en la librería de Joaquina García, donde está ahora Rosa Rozas,
en la Calle del
Castillo; al jugar a las canicas en el muelle, cerca de la tertulia de “la Carrilana ”; al bailar el
“Musulmé” al pie de la Rula ;
y al recoger en la iglesia, cada 6 de enero, el juguete de cartón que nos
habían dejado los Reyes a los de la catequésis... Cuando se oían truenos y se
iba la luz, los sabios y respetados abueletes que teníamos alrededor –Antonio
Martín, “verbi gracia”- nos contaban los mismos cuentos que les habían contado
a ellos de chicos: “Los angelinos están
jugando a los bolos. No os preocupéis”. Cuando llovía, había también una explicación convincente: “Hoy a los ángeles les dio por mear”. Y
en vísperas de la Epifanía ,
divisábamos en el Cuera las hogueras de la comitiva de los Reyes Magos, que se
iba acercando a la villa, oíamos los relinchos de los camellos y poníamos en la
ventana una jarra con leche...
Pancho poseía una “Vespa” y un perrín negru muy listu -“Currito”-,
que le hacía recados (le iba a buscar el periódico). En la moto, el can iba más
ancho que un pachá, y cuando le hablaban atendía como si lo entendiera todo.
Pancho alternaba con muchos parroquianos, que se acercaban a él
atraídos como por un imán. Uno de aquellos compañeros de ingenuo hedonismo era
Miguelín Purón. Con Miguelín iba de juerga unas veces en la “Vespa”, y otras
los llevaba a los dos por ahí Luis Dosal “el Pierce”, un taxista de Boquerizu
que no tenía nunca prisa al volante, a bordo de un “Fiat” matriculado en el año
1902 (un vehículo que duraría, tan guapamente, hasta 1952).
Pancho era simpático, generoso y respetuoso, y
supo disfrutar de los pequeños placeres de la vida: el bosque, el canto del
cericu, la música, las truchas, las tertulias, las caminatas, la buena mesa ...
(… / …)
Igual
que Schweyk, el personaje de Brecht, había sido sorprendido en medio de una
tormenta fratricida (en la
Guerra Civil estuvo primero en las filas republicanas, en el
frente de Oviedo, y luego con los nacionales en las batallas de Teruel, y
regresó del frente muy enfermo). Pero aquéllo fue sólo un paréntesis en la
aventura placentera de su vida, a lo largo de la cual desplegó una personalidad
polifacética y bohemia. Fue pescador de río y cazador; guitarrista y profesor
de guitarra, taxidermista (hasta que le denunciaron y tuvo que dejarlo),
micólogo y ocasional concursante del tiro al plato en Malzapatu; participó en
partidas contra los lobos; embadurnado de betún, hizo de “Baltasar” en la Cabalgata de los Reyes
Magos (experiencia de la que le quedaría el recuerdo de la meada de un críu al
que cogió en brazos); y también fue montañero, y como tal protagonizó una
hazaña: el 17 de junio de 1949, Antonio “el Santu”, Domingo Muñoz, de Posada, y
él, teniendo como guía al cabraliegu Alfonso Martínez Pérez, emprendieron desde
Camarmeña la escalada al “Naranjo de Bulnes”, y consiguieron coronarlo nueve
horas y media después. Fueron los primeros llaniscos en alcanzar la mítica
cresta.
LA GUITARRA A CUESTAS
Unos gitanos le habían enseñado a tocar la guitarra. Tras regresar
de la Guerra ,
aprendió algo de Solfeo durante una prolongada convalecencia. Luego, hasta que
los dedos perdieron agilidad, fue maestro de muchos rapaces que querían ser
guitarristas. (… / …)
En
1963, llegó a sus oídos que un muchacho de origen poíco, Manuel López
Monteserín, que acababa de superar en Madrid el sexto curso de Guitarra, estaba
de vacaciones en Poo. A Pancho le faltó tiempo para ir a conocerle, e hicieron
enseguida buenas migas. Interpretaban a dúo obras de Fernando Sor, Carulli y
Tárrega, en el salonín o en la terraza de la casa de Pancar, dependiendo del
tiempo. Por aquella época, Pancho acudía al Palacio del “Coju de la Guía ” a dar clases
particulares a Sisita Saro y a Teresa Ramallo, prima de aquélla. Llevaba en la
moto a Monteserín, y en el gran salón de “Villa Vicenta” tocaban juntos ante la
atenta mirada de Sisita y de su madre. Allí nacería el noviazgo entre Sisita y
Manuel Monteserín, que luego contraerían matrimonio. Monteserín –un notable
artista pintor- acabó decantándose por el violín, y fue entonces cuando se
improvisaron en casa de Pancho dúos, e incluso tríos, con la participación de Paco
Armas, repasando partituras de Corelli entre pájaros disecados. (A disecar animales se puso Pancho en serio a raíz de que Tinín “el de La India ” le regalara un manual
de taxidermia, editado por el “Instituto Jungla”. Al cabo de un tiempo era
corriente ver cómo la gente le llevaba a la caseta del fielato pájaros y
alimañas para que los hiciera eternos, y él mismo fue coleccionando poco a poco
docenas de piezas, que parecían estar vivas).